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POR MARIANO VEGA >

Europas

   

Parece que esta vez se nombra menos a Europa en nuestros mítines. Menos y sin la pasión de antes, si alguna vez se hace. No se pronuncia, no se repite, no se reitera su nombre como años atrás, cuando como nunca la vimos como el horizonte más claro de progreso en todos los sentidos, en los ámbitos económico, político, investigador, científico, universitario, cultural. Una Europa que propagaba con orgullo su modélico nivel de bienestar social.

Aquella Europa guardaba estrecha relación con la que habíamos idealizado, un viejo continente que también cruzaron con frecuencia creadores, investigadores, poetas, artistas, obligados a conocer varios idiomas en un continente donde casi cada país posee lengua propia. Y veíamos la riqueza que esto supone, y la contraponíamos a la monotonía idiomática de territorios inmensos negados a la incorporación de aspectos y modos de expresión de los pueblos a los que sometían, como el inglés en EEUU sobre todo, en Australia, o Canadá, junto al francés.

Claro que eran años en los que después de esperar mucho tiempo, el tiempo casi eterno de la dictadura, sentados a su puerta –aquel paciente ministro Ullastres que no parecía tener conciencia de todos los crímenes del franquismo-, éstas se abrieron por fin con el advenimiento de la democracia y entró Europa en nosotros, más que nosotros en Europa, con toda con todo tipo de ayudas, obras de infraestructuras, carreteras, construcciones diversas, restauración del patrimonio histórico, con dinero procedente del fondo Feder, como nos hacía saber la profusa cartelería que informaba sobre dichas obra a los largo y ancho del país.

Ahora llegamos a verla sin embargo como un gigante de rostro desdibujado, alineada con los sectores más especulativos del mercado, que no dejan de manejar los poderosos de siempre, y que amenazan con quitarnos hasta el aliento. Nos puede entonces el recuerdo de nuestros emigrantes, las penurias por las que tuvieron que pasar hasta lograr integrarse tras denodados esfuerzos en los países adonde fueron en busca de una vida mejor.

Es la imagen de la Europa menos solidaria la que se nos impone ahora, proclive de nuevo a la división, al enfrentamiento, con amagos de posibles cierres de fronteras, la revisión de acuerdo de Schengen; fricciones entre Francia e Italia ante el angustioso e imparable fenónemo de la inmigración, resurgimiento de la extrema derecha en Holanda, Dinamarca, Finlandia, Francia, con clara vocación racista, xenófoba. Un panorama que nos devuelve ciertamente a la peor Europa, a la de las guerras más crueles sobre este planeta, a las atrocidades del nazismo en especial. Guerras de exterminio, genocidios que nos suelen recordar ciudadanos árabes cuando hablamos de las tragedias que asolan a sus países, y les preguntamos cómo es posible que se maten tanto y tan cruelmente.

No debería llamarnos tanto la atención la falta de claridad, de rotundidad, de unidad, de la Unión Europa en su política exterior, en su relación con el mundo. Esa Europa, confusa, borrosa, que se percibe desde fuera, responde exactamente, es reflejo muy fiel, del marasmo que se da en su interior. Todo esto lo ha vuelto a poner de manifiesto, como bien sabemos, su actitud ante las revueltas y revoluciones que sacuden a buena parte de los países árabes. Una Europa que termina condenando a algunos de los tiranos –no, si media dependencia más importante y decisiva-, a los que aduló previamente, con los que firmaron sustanciosos acuerdos, entre sonrisas, apretones de mano y grandes abrazos.

En este tiempo en que se dan tantas cosas, tantos avances, tantos esquemas, bocetos de futuro, que conducirán sin duda a un mundo que a pesar de los pesares no podemos ni imaginar, que no vamos conocer, tenemos más curiosidad si cabe por vislumbrar algo siquiera de lo que se avecina. Y podemos ceñir esa natural curiosidad al presente siglo XXI, para preguntarnos cómo llegaremos a su final. Porque yo me pregunto ahora si la misma Unión Europea aún existirá, e incluso si será capaz de alcanzar su centenario que está más próximo.

Ha sido precisamente Grecia, sometida a más fuerte crisis aún, y a un feroz plan de rescate, la primera nación que se ha planteado la posibilidad de abandonar la Unión Europea. No deja de tener algo de preocupante premonición el hecho de que sea el país cuna de nuestra civilización europea y occidental, el primero en hacerlo, en barajar la posibilidad de un abandono de la zona euro.

Este escepticismo que me invade lo alimentó meses atrás el incidente de los eurodiputados, cuando supimos que procuraban viajar en primera, y en hacer trampas para cobrar dietas. Una imperdonable falta de conciencia. Pero ninguno dimitió. Esta crisis económica también lo es sin duda de valores. Una Europa confusa, borrosa, insolidaria, que no parece disponer de momento de adecuada respuesta.