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CUADERNOS DE ÁFRICA > POR RAFAEL MUÑOZ ABAD

La finca de Leopoldo

   

Anda el señor Vargas Llosa metiéndose en meriendas de negros con su último libro; denunciando a título póstumo los abusos que los funcionarios de Leopoldo II llevaron a cabo en el corazón negro.

El Congo era el otro Cruce de Fachoda donde las carreras coloniales británicas, francesas y portuguesas colisionaban. La díscola pieza, como así recogía la constitución belga de 1885, fue rehusada por un Estado sin pretensiones coloniales; siendo concedida en régimen de absoluta explotación y propiedad paternalista al rey Leopoldo hasta su muerte en 1909; heredando con posterioridad el pequeño país europeo un serio “problema” en forma de un extenso y rico territorio aún por explotar.

Los belgas fueron los fox terrier de la colonización; pequeños pero matones. No es del todo falso afirmar que Bélgica y Leopoldo se encontraron el Congo sin ir a buscarlo (así suceden las cosas en la vida); y ya que estaban no dudaron un ápice a la hora de explotarlo. Los belgas fueron brutales en el trato a los congoleños; siendo francos a la hora de no eufeminizar la explotación; y teniendo claro que toda actividad colonial debía contribuir a la riqueza nacional haciendo rentable la propiedad. El brazo ejecutor fueron los misioneros, y las sociedades coloniales belgas en sus más variados apellidos. Los congoleños, supervisados bajo la amenaza de la amputación de la mano por desobediencia, el látigo o el cinto de los padres de Amberes, podían integrarse; alcanzar ciertos niveles de formación, e incluso lograr un nivel de vida “aceptable”, siempre que superaran un tribunal de “modales civilizados”.

Es cierto que, tras la muerte de Leopoldo, aunque visto lo visto mejor sería recoronarlo in memorian como el Rey León, se denunciaron las atrocidades cometidas contra los africanos, en los años en que el territorio fue la finca particular del barbudo monarca. En resumidas cuentas: resulta paradójico que los grilletes más celosos y a la vez más desconocidos de la colonización africana fueran aquellos cuyas llaves las guardaban los empleados de Leopoldo, y ex nunc la administración colonial belga. Un genocidio que se saldó en forma de diez millones de muertos y mutilados producto del trabajo forzado en las plantaciones de caucho. Resulta inconcebible que Bélgica, autodeclarada ajena a la avaricia colonial, concediera préstamos a su jefe de Estado para que éste invirtiera en su hacienda africana. Ahondando más, tejió un poderoso aparato propagandístico que vendía su imagen bajo una sociedad filantrópica al estilo de la belle epoque victoriana; donde los ingentes beneficios vestían de lujo las calles belgas; proporcionándole una fortuna cercana a los cien millones de dólares en valor de la época. Sólo cuando la plantación pasó a la tutela nacional, se generaría en los colonos un sentimiento de posesión. Solamente abandonado en los años sesenta y bajo la amenaza de las armas; y en palabras de algún retornado que en Los Cristianos acabó, por el temor a que literalmente se los comieran los negros.

A día de hoy, el tema en Bélgica parece estar histórica, política y sanamente debatido. Lo que me hace pensar en muchos de nuestros políticos. Analfabetos funcionales, que con poco más bagaje que un bachiller bajo el brazo, vilmente reviven heridas de un pasado que desconocen. Después llegarían infames derivadas en forma Mobutu, su gorrito de leopardo, o el Zaire, pero esa es otra historia.

*Centro de Estudios Africanos de la ULL
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