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POR QUÉ NO ME CALLO

Fresnadillo > Carmelo Rivero

   

El crítico que no sea un consumado cineasta, cocinero antes que fraile, tienta al bárbaro que lleva dentro, como el dogmático y shakespeariano Harold Bloom -genial tragaldabas literario- despotricando licenciosamente de García Márquez por aburrido. Salvando las distancias, el re-incidente Carlos Boyero, a quien otros colegas repudiaron en su día en una carta hasta los mismísimos, tacha el thriller de Fresnadillo (Intruders, con Clive Owen, que inauguró el viernes el Festival de San Sebastián) de “estética hueca”, y “tontería” sin suspense. La película va de miedo, así que el ínclito la mata en su videoblog. A Woody Allen, robinsoneando en Manhattan, lo ninguneaban los críticos USA con majadería, hasta que se ganó el Príncipe de Asturias y una escultura pedestre en una calle ovetense, en la que me fotografié en mayo fingiendo pasear con el director de Annie Hall. Boyero prolonga la vacante de Ángel Fernández-Santos, el célebre crítico-autor, que con Joaquín Vidal (cine y toros) cocinaban en El País exquisiteces literarias. J. C. Fresnadillo se ha hecho un nombre en EE.UU. desde el corto Esposados (que acarició el Oscar) y por eso está en la agenda de Spielberg.

Con Intruders recabó un éxito completo (público y crítica) en Toronto, la puerta que abre otra puerta: Hollywood. Tras 28 semanas después, le esperan más secuelas (El Cuervo, Los inmortales) y la adaptación del videojuego Bioshock. Sin medrar en los círculos viciosos del endogámico cine español, se ha buscado la vida. Es uno de mis héroes. Denigrar al que despunta por libre: esa pose de gregarios. Mediocres. Participé de extra -forcejeaba con el malogrado José Conde- en Óscar, el color del destino, la ópera prima de Lucas Fernández, al que la crítica más estreñida despellejó por outsider. En los Goya ignoraron con desidia la banda sonora de Diego Navarro y a Paola Bontempi (la actriz acaba de enterrar a un hermano, Felipe Camiroaga, estrella de la televisión chilena, tras un accidente aéreo). Pero el cine precede a la mala leche del cine. En la calle Sin Salida (Duggi), el pionero don Miguel Brito, atusándose la barba, nos contaba de niños sus proyecciones míticas -finales del XIX-, en el hall del Guimerá con un cinematógrafo Lumiere. Fernando Gabriel cita las bobinas de La Edad de Oro, de Buñuel, enterradas en las islas en la guerra civil. En los 70 hacíamos festivales de cine canario amateur en CajaCanarias: entre Yaiza Borges y los costumbristas, irrumpieron los Ríos, y de ellos Guillermo Ríos (Nasija ya lo consagra), y Fresnadillo es el hijo darwiniano de toda esa intrahistoria medular.