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SEPTIEMBRE DE 1976 > TRAGEDIA EN 'DIVINA PASTORA' (I)

Bartolomé García Lorenzo, 35 años despues

   

Imagen del homenaje que familiares, amigos y vecinos brindaron a Bartolomé este año. | DA

MIGUEL L. TEJERA JORDÁN | Santa Cruz de Tenerife

La mañana del 22 de septiembre de 1976 le cambió el pulso a Santa Cruz. Al ritmo de las ráfagas de las armas automáticas que vomitaron plomo sobre la puerta de una vivienda particular de la barriada de Somosierra-García Escámez. Aquel día, más de una treintena de proyectiles impactaron en la puerta del tercer piso del portal cuarto del bloque Divina Pastora, segando la vida de un joven estudiante de Magisterio, de 21 años, llamado Bartolomé García Lorenzo.

Conté con mis propios ojos treinta y tres impactos que horadaron la madera endeble de la puerta. Dos de los agujeros estaban parcialmente cubiertos por el precinto policial que los agentes instalaron desde la parte alta del marco de la puerta hasta el suelo del rellano. Otros proyectiles se estrellaron contra el yeso de las paredes de la escalera y uno atravesó el cristal de un patio de luces, yendo a incrustarse en un muro, a escasos centímetros de la cocina en que una señora residente en el bloque preparaba la comida del día. Como escribí entonces, todos los orificios de las balas presentaban las astillas dobladas hacia dentro, esto es, hacia el interior de la vivienda en la que se encontraban, en la mañana del fatídico tiroteo, Bartolomé, su prima Antonia y un bebé. El detalle echaba por tierra el malévolo e intencionado comentario de que Bartolomé estaba armado y había abierto fuego contra los seis funcionarios.


No estaba armado

Porque fueron seis los policías que protagonizaron el asalto. Los mismos que alegaron que buscaban a Ángel Cabrera Batista, alias El Rubio de Arucas -burda patraña policial-, cuando realmente dispararon a quemarropa contra Bartolomé, que no era El Rubio; no había tenido nada que ver con el secuestro y posterior desaparición del industrial grancanario Eufemiano Fuentes y no tenía armas de fuego en su poder, ni licencia para disponer de ellas, por más que -paradojas de la vida- su padre, Andrés García Vidal, fuera teniente de la Guardia Civil, aunque ya estaba jubilado.
Bartolomé era un chico tranquilo, amante de los deportes, aficionado al fútbol y al baloncesto, pero, sobre todo, al senderismo y la montaña. No en vano fundó y fue presidente -y principal impulsor- del grupo montañero Tanausú, a cuyos miembros, empezando por Bartolomé, gustaba subir a Las Cañadas para trepar por El Teide, sobre todo en invierno, cuando un manto de nieve se adueñaba de las cumbres y el viento helado hacía tiritar la piel a golpes de un frío gélido.

Sin embargo, fue la piel la que le taladraron a Bartolomé al menos cuatro proyectiles de la lluvia de balas que atravesaron la madera de la puerta de la casa de su prima Antonia. El doctor Toledo y su equipo de cirujanos, anestesistas y ATS pudieron comprobarlo, mejor que nadie, cuando se enfrentaron a su cuerpo malherido sobre la mesa del quirófano del Hospital General y Clínico, en el que le operaron contra reloj para salvarle la vida.

Bartolomé murió desgarrado por dentro, afectado por un shock hipovolémico imparable. Pero su muerte trajo a Santa Cruz y a toda Tenerife y Canarias, otro golpe inenarrable: la mayor convulsión social de la historia de esta tierra y una huelga general que puso en pie de guerra a una sociedad de la época, pacífica, cansada de los ecos de una dictadura teóricamente desaparecida, sólo teóricamente…

En España se vivía la transición democrática. El 20 de noviembre del año anterior nos contaron que Franco había muerto. La inestabilidad política era plato de mesa de cada día. El conflicto del Sahara nos aturdió a todos. Al punto que, ni a día de hoy, se le ha dado justa salida. Adolfo Suárez timoneaba la situación como podía. Se discutía sobre la restauración monárquica o el advenimiento de la III República. Y, entretanto, grupos de funcionarios de policía, afectos al régimen que se descomponía, camparon por sus respetos por muchos lugares de España, entre ellos Santa Cruz y, en Santa Cruz, concretamente, en Somosierra-García Escámez.

Fueron seis, como dije, los “agentes del orden”. Y tenían -y aún tienen- nombres de pila y apellidos. Cuatro pertenecían a la plantilla del Cuerpo General de Policía y dos a los efectivos de la entonces llamada Policía Armada. Y armados iban los seis, desde luego, cuando se apostaron en el rellano y en la escalera que daba a la puerta de la casa de Antonia, la prima de Bartolomé, que escapó milagrosamente del tiroteo -ella y un niño pequeño que llevaba en sus brazos.

Eludieron la prisión

Ninguno de los seis cumplió prisión por lo que hicieron. Los protegió el “fuero policial” imperante en la época. Los policías, según el fuero, no ingresaban en prisión preventiva a la espera de juicio. Se les “retenía” en sus comisarías y cuarteles mientras los jueces cerraban los sumarios. Tras los años transcurridos, deben estar jubilados y alguno puede que fallecido. Lo cierto es que ninguno de ellos calibró la que armaron, ni tampoco la que habría de avecinarse en los siguientes días.

Santa Cruz, La Laguna, la isla de Tenerife entera, también Gran Canaria, a los pocos días, se convirtieron en el escenario de la mayor revuelta social que hayan contemplado mis pupilas en toda mi vida profesional de periodista. El asesinato de Bartolomé desencadenó la mayor respuesta social de Tenerife ante villanía de tamaña altura. Gentes de todas las edades y condiciones sociales, hombres y mujeres, estudiantes, trabajadores de todos los sectores, profesionales de todas las actividades y negocios, se movilizaron en una protesta colectiva sin precedentes en esta tierra.

Pararon los transportes públicos, se sublevaron los estibadores en los muelles, paralizaron su actividad la construcción y los servicios. Cerraron las oficinas bancarias, los colegios de primaria y los institutos y centros de formación profesional. Una oleada de indignación culminó enseguida en la primera huelga general, completa, que se haya visto a la sombra de nuestro Teide.

El día del entierro amaneció cargado de tensión por todos los lados. La ciudad de Santa Cruz, gran parte de cuyas arterias se hallaban en obras, ya era desde horas antes del sepelio un campo de batalla entre ciudadanos indignados y la fuerza pública, todo ello en un escenario urbano del que sobresalían barricadas y zanjas de obras reforzadas por montículos de adoquines. El gobernador civil de la provincia, Rafael Mombiedro de la Torre (hombre de pelo grisáceo, ojos que atemorizaban y tez cetrina) pidió refuerzos a Madrid para parar en seco la revuelta. Su ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, apenas tardó en proporcionarle los antidisturbios que requería. Llegaron más y más policías armados y guardias civiles desde la Península y desde Las Palmas. Tomaron Santa Cruz y La Laguna. Los guardias civiles se apostaban en los puentes de la autopista del norte para vigilar el tráfico e impedir que los huelguistas cortaran las principales arterias de la zona metropolitana y del resto de la Isla. Asediaron los muelles, las entradas y salidas de Santa Cruz y La Laguna. Pedían la documentación a todo el mundo. En La Cuesta, a una mujer le pidieron el carné de identidad y el de conducir cuando transitaba con su coche por Vistabella. Le devolvieron el de identidad incrustándoselo en la boca, tal fue así que terminó sangrando por la comisura de sus labios. Era un ama de casa que regresaba a su domicilio, con seguridad aterrorizada por lo que contemplaban sus ojos y “paladearon” sus dientes.

Mombiedro de la Torre no duró mucho en el cargo. Pero sí hubo de aguantar la lluvia de críticas del padre del joven asesinado. Don Andrés García Vidal, que era teniente de la Guardia Civil, aunque retirado, como ya he dicho, tuvo los arrestos necesarios para enfrentarse al “poncio” del momento. El padre de una familia de nueve miembros, cuando estaba a punto de perder para siempre a uno de ellos, exigió de Mombiedro, en su despacho de Méndez Núñez, que desmintiera que su hijo fuera El Rubio, o que estuviera armado, como sostenía burdamente la policía, en un intento vano de equivocar a las gentes, que jamás creyeron en semejante farsa.

El Gobierno Civil emitió a la mañana siguiente del tiroteo, mientras Bartolomé se desangraba, “su profundo sentimiento” por los sucesos, al tiempo que anunciaba la apertura de las “oportunas diligencias” que serían elevadas al Juzgado de Guardia.

Imagen de archivo de Bartolomé García Lorenzo. | Da

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Los ideales de un muchacho

Tras su muerte, mucho se ha especulado sobre los ideales políticos de Bartolomé García Lorenzo. Se le atribuyó su pertenencia a determinadas formaciones políticas o, cuando menos, se mencionaron sus hipotéticas simpatías por los movimientos independentistas que proclamaban y proclaman la soberanía del Archipiélago. Sinceramente no lo sé. Nunca lo supe, porque yo no conocía de nada a Bartolomé y únicamente supe de él después de que lo mataran.

Sí puedo decir que, al margen de sus ansias de libertad, propias de casi todos los jóvenes de la época, de la generación a la que yo mismo pertenecía, nunca me hablaron de su relación con partido político alguno.

El presidente de la Asociación de Vecinos de García Escámez-Somosierra en aquella época, José Romeu, jamás lo vinculó con movimiento alguno y uno de sus amigos más íntimos me confirmó que Bartolomé no destacaba precisamente por sus ideas políticas, aunque sí por su atracción por los deportes y, en particular, por las salidas que hacía a los montes de la Isla junto a sus compañeros del grupo Tanausú. Tampoco los sacerdotes Carlos Arceniega y Rufino Pérez de Leceta, párrocos de la zona, me hablaron de tales extremos. Que fuera independentista o no lo fuera es lo de menos.
Lo de más fue que seis policías acostumbrados a las prácticas del franquismo no tuvieron inconveniente en cometer una bárbara tropelía, cual fue acabar con la vida de un muchacho que tenía todo el derecho del mundo a seguir viviendo bajo el sol de su isla, jugando al fútbol o al baloncesto en las calles y plazas de su barrio, o subiendo a Las Cañadas para ver El Teide al que tanto amaba.

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El quirófano

Quienes apretaron los gatillos no dieron oportunidad a Bartolomé de ser trasladado en ambulancia al Hospital General y Clínico, su denominación de la época. Lo metieron de mala manera en un vehículo policial y, con la sirena ululando, lo bajaron en Urgencias.
Allí quedó claro, desde el primer momento, que había que llevarlo al quirófano a la velocidad del rayo.
El doctor Toledo y su equipo de cirujanos, al menos dos anestesistas y un grupo de ATS, batallaron por la vida de la víctima desde las 12.00 horas del mediodía, del miércoles 22 de septiembre, hasta las seis de la tarde. Enseguida le pasaron a la UVI.

El parte médico que emitieron no podía resultar más sombrío: Bartolomé había perdido mucha sangre en el traslado. Le contaron hasta cinco orificios de bala. Uno de ellas le impactó en el brazo izquierdo, otras dos en el abdomen y dos más en el tórax.

Los médicos le resecaron la mitad del hígado, páncreas y asas intestinales. Un proyectil le interesó la arteria y el nervio humeral, mientras que la pleura y los pulmones registraron cuatro perforaciones bien visibles.

En los pasillos del centro y en la cafetería, los sanitarios no hablaban de otra cosa. Todos se mostraban muy pesimistas con su estado, temiendo lo peor. Los continuos derrames internos irían ablandando la resistencia del joven montañero.

Finalizó los días de su corta vida entre las paredes del hospital tinerfeño…

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Los homicidas

Los seis hombres involucrados en la muerte de Bartolomé fueron procesados el día 16 de octubre siguiente bajo la acusación de homicidio. Fueron condenados por la Sala de lo Penal de la Audiencia Provincial de Tenerife, en febrero de 1982, a dos años de cárcel y al pago de una indemnización de cuatro millones de pesetas a la familia de la víctima. El letrado Antonio Daroca había pedido 12 años de reclusión y su inhabilitación permanente para ejercer cargo público, pero la solicitud no fue atendida.

Ninguno de ellos ingresó en prisión, si bien el Ministerio del Interior se apresuró a reconocer que se había respetado el tiempo de su inhabilitación para el ejercicio de sus cargos.

El 28 de enero de 1986, un auto de la Audiencia Provincial de Tenerife declaraba extinguidas las responsabilidades de los agentes actuantes.

Se llamaban Juan José Merino Antón, José Antonio del Arco Martín, José María Vicente Toribio, Ángel Dámaso Estrada, Juan Gregorio Valentín Oramas y Miguel Guillermo López García.

Todos continuaron ascendiendo en sus respectivas carreras policiales sin que, aparentemente, les afectara la sentencia. A Merino Antón lo hicieron subcomisario en 1981, un año antes de que fuera dictada… Los demás fueron desperdigados por distintas capitales de provincia peninsulares. José Antonio del Arco consta como escolta del ministro de Sanidad del PSOE, Ernest Lluch, titular del departamento en 1982, el mismo año en que se dictó la primera sentencia. Como es sabido, Lluch, desafortunadamente, también perdió la vida en un atentado de ETA el 21 de noviembre del año 2000.

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