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Por qué se ha de sentir lo que se dice y no se debe decir lo que se siente? La tan habitual cantinela de no decir, de no hablar, de no dejar trasmitir tus pensamientos es, en definitiva, una llamada a la autocensura y al egoísmo. Autocensura que es la más eficiente de las censuras y el mecanismo de control social más poderoso, y al egoísmo porque el no decir, el no denotar es el mayor enemigo de la persona, entendida ésta como sujeto político. Nuestras relaciones personales, profesionales o familiares están permeadas de la tal consabida cantinela que nos condena permanentemente a una minoría de edad y por lo tanto a una dependencia de instancias más elevadas. Resulta interesante que nuestro insigne dramaturgo castellano nos advirtiese de ello ya a mediados del siglo XVII. Frente al barroquismo de su contemporáneo Luis de Góngora, Quevedo bucea en las aguas del empirismo anglosajón, de la pureza de las formas y de los conceptos que abrirán el continente a un quehacer científico crítico que posibilitaría la apertura a la modernidad. La revolución científica propiciada por el contemporáneo de Quevedo, Galileo Galilei. Sentir, hablar y pensar son acciones mismas del pensamiento.

Superada la máxima medieval mens sana in corpore sano, que postula la división del ser humano en dos realidades complementarias, la modernidad promueve una unicidad donde la mente es cuerpo y el cuerpo mente. Fijar pues la censura en lo que decimos resulta muy contrario a un libre pensamiento y al ejercicio de la libertad individual. No hay que tener cuidado con lo que se dice, sino cuidarse de lo que se dice; esto es, conectar el pensar y el decir de tal forma que cuando se diga rezuma racionalidad, cordura y coherencia. Cuidar de lo que se dice implica tener responsabilidad sobre ello y defenderlo donde fuese necesario; lo contrario sería una fuga, una huida al infantilismo. Las sociedades que fustigan y castigan el decir suelen castigar y fustigar también el pensar, y por ello estarían abocadas al oscurantismo del pensamiento único, expresión por lo demás contradictoria en sí misma, pues el pensamiento nunca puede ser único y lo único no es pensamiento. Las consecuencias sociales son claras: individuos infantilizados incapaces de asumir sus actos, predominio del patronazgo y reafirmación de una sociedad altamente estratificada, miedos y fobias generalizados.

Individuos débiles incapaces de construir ciudadanía. Esto parecería lógico en la España del siglo XVII, donde los jesuitas se emplearon a fondo para mantener a nuestro país aislado de los procesos modernizadores de las revoluciones inglesa y francesa que nos trajeron la ilustración. Por ello es que cuando escuchamos la consabida cantinela de no hables, no te denotes, no te muestres, no… recordamos que ya otros, muchos años atrás, en las mismas latitudes, mantuvieron un pensamiento y una actitud crítica que impidieron que nuestro país, como muchos han teorizado, se quedase al margen de la modernidad del continente. Quevedo sigue resultando hoy una postura crítica y librepensadora que hace, como nos indican los antiguos, que el hombre se yerga, como caña pensante y sea capaz de lanzar su mirada al horizonte.

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