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Aurelio Carmona > Luis Ortega

Recuperaríamos el tiempo perdido -el bello y vano intento de Proust- si por voluntad y nostalgia, en un ejercicio etnográfico y patriotero, reprodujéramos el programa que los vecinos de un barrio modesto, de artesanos y trabajadores por cuenta ajena, organizaban en honor de su patrón, que daba nombre a una cuesta urbana que se revelaba día a día en sonidos y en olores. El santo del que hablamos, un protomártir de extensa devoción en las iglesias cristianas, dio pretexto a los artistas -de modo especial desde el Renacimiento- para divulgar el desnudo masculino, fuera del icono de Jesús Crucificado. Hay constancia documental de su existencia en 1535, levantada en una meseta en el Camino Real que unía la capital con el pago de Las Breñas. Se le invocó como abogado de la sanidad pública y, en 1650, el Cabildo y Regimiento acordó asistir en corporación a los cultos del 20 de enero, por haber liberado al pueblo de la peste y, aún en 1852, se trasladó a la imagen, tallada en Flandes, a la Parroquia Matriz en rogativa para erradicar un brote de cólera morbo. Esta fama decimonónica movió la ampliación y mejora del templo y la participación de los artistas de la época en capítulos de celebración y ornato; así el inspirado músico Alejandro Henríquez (1848-1895), y el prolífico Antonio Rodríguez López (1836-1901), autor de la letra, compusieron un himno que, aún, podemos oír en la onomástica del centurión romano y, si se tercia, en el novenario. Menos feliz fue la intervención del polifacético Aurelio Carmona López (1826-1901), un escultor digno, fiel seguidor de la pauta neoclásica impuesta por el cura Díaz en la isla, que retalló y afectó el rostro de la escultura. Pese a la desafortunada intervención, la imagen no oculta su estirpe y la fiesta, que se mantiene por el fervor de los vecinos y el celo de los párrocos, pervive aunque recortada en los números populares, la verbena del tragasable, las canciones fuera del tiempo, los globos del mediodía y la sintonía elemental y brillante del himno, cuyo estribillo aprendíamos los chicos del Barrio de la Canela antes que la Canción del Pirata de Espronceda. En las últimas fiestas eché en falta a María Lola Felipe, un personaje singular y una amiga entrañable, fallecida unos días antes y con la que su ciudad, Santa Cruz de La Palma y, sobre todo, la Santa Cruz de La Palma sensible de los artistas, está en deuda. Ahora, en la cercanía geográfica, recuerdo aquellas fechas que animaban el invierno y las personas generosas que las hacían posibles.