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Estos días se ha conocido la evolución de la deuda pública del tercer trimestre del año en curso y los datos, como cabía esperar, no son nada buenos. En las autonomías, el crecimiento ha sido del 22 % alcanzando el 12,3 % del PIB, más o menos 135.151 millones de euros. En los entes locales, el ascenso, más moderado, se ha quedado en el 1,3% del PIB, lo que supone 36.701 millones de euros. Desde 1995, el déficit de estos entes públicos no ha dejado de crecer batiendo todos los años todos los registros imaginables. En total, la deuda de las administraciones públicas, incluida la Administración del Estado, ha crecido un 14.8 % este trimestre, situándose en los 706.000 millones de euros, el 66 % del PIB. La palma en el ranking de las comunidades autónomas se la lleva Cataluña, con una deuda en este trimestre de 29.268 millones de euros, seguida de Valencia, con 20.469. En la cola se encuentra La Rioja, con una deuda de 933 millones y Cantabria, con 1.329 millones.

Estos datos son muy, pero que muy preocupantes, porque reflejan que a pesar de los programas de austeridad implementados la situación es francamente mala, muy mala. Pregunta, ¿cómo es posible que estando en crisis económica y financiera desde 2008 la deuda autonómica, la local en menor medida, sigue creciendo y hasta el número de empleados ha seguido incrementándose? El sector público autonómico, que es elefantiásico, comparable a la voracidad intervencionista de tantos dirigentes territoriales, debe ajustarse y reducirse sustancialmente. Se calcula que hay en el sector público, en régimen eventual, 800.000 trabajadores. Un número que da idea de la asombrosa operación de control político que las distintas administraciones y gobiernos han perpetrado con la finalidad de establecerse definitivamente en la cúpula. Los datos que hemos conocido en estos días ratifican la necesidad de la reforma constitucional para delimitar mejor la funcionalidad y alcance de las competencias. No para reducir el espacio del gobierno y administración territorial, sino para que pueda cumplir mejor su finalidad. No puede ser, de ninguna de las maneras, que las autonomías y entes locales encuentran el cénit de su realización institucional en la reproducción de la estructura del Estado-nación y en la consolidación de un sector público irracional. Por supuesto que hay que reducir órganos y organismos superfluos, duplicados o triplicados.

Esta tarea debe ser objeto de un gran acuerdo y debe realizarse desde el mayor de los respetos a la dimensión política e institucional de las Comunidades y Entes locales. Se trata de una gran oportunidad para que todos recuperen su sentido al servicio de los ciudadanos, no al servicio de esas burocracias partidistas que por largo tiempo se han enquistado en el entramado institucional con el objetivo de enquistarse a perpetuidad.

Con la que está cayendo, no es serio que junto al sacrificio de tantos millones de familias, continúe este ejercicio de despilfarro e ineficiencia. No hay mal que por bien no venga. Llegó el momento de que los entes autonómicos, los locales, y el mismo Estado, definan mejor, de forma armónica, racional y con pleno respeto a sus intereses públicos propios, su naturaleza y misión, siempre al servicio de los ciudadanos.