iuris tantum> Mario Santana

El canuto y la estiladera > Mario Santana

A mi modo de ver, las dos actividades que en mayor medida sustentan cualquier democracia son el periodismo y la abogacía. Mal está que lo diga, pero a las pruebas me remito. La relación entre sistemas totalitarios y ambas profesiones es inversamente proporcional, de forma que a mayor asfixia de la libertad, mayor desprecio y limitación de la información y defensa de los ciudadanos.

El Estatuto General de la Abogacía Española define la actividad como “una profesión libre e independiente que presta un servicio a la sociedad en interés público”. Cuando un abogado defiende directamente a su cliente, indirectamente defiende a toda la sociedad, razón por la que su ejercicio se define como “de interés público”. En consecuencia, el derecho a ser defendido y asistido por letrado se configura en el artículo 24 de la Constitución Española como parte del derecho fundamental a obtener la tutela judicial efectiva. Si el abogado no puede ejercer su oficio como Dios manda, no hay tutela judicial que valga, y mucho menos “efectiva”. Pero el abogado no puede actuar con “libertad e independencia”, como dice su Estatuto, si la relación con su cliente no está caracterizada por la confidencialidad. Este aspecto resulta de fundamental importancia, y así lo reconoce nuestro ordenamiento jurídico, llegando el artículo 51 de la Ley General Penitenciaria a decir que “las comunicaciones de los internos con el abogado defensor (…) no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo”.

Y aquí viene el lío, ya que casi todo el mundo entiende por la anterior redacción que para intervenir las comunicaciones del preso con su abogado se requiere la concurrencia a la vez de dos circunstancias: que se trate de un supuesto de terrorismo y que además el juez ordene la intervención. Y es que puede darse el caso de que se trate de un supuesto de terrorismo, pero el juez no estime procedente la intervención de las comunicaciones, por entender que nada aportarían tales conversaciones al esclarecimiento de la causa. No debe olvidarse que la intervención de las comunicaciones es una medida excepcional, que solo será admisible cuando esté plenamente justificada. Y dije que “casi” todo el mundo lo entiende así, porque también hay quien interpreta la norma de diferente forma. Al parecer el señor Garzón ha interpretado que basta con la concurrencia de una sola de las dos premisas para que legalmente se intervengan las comunicaciones del preso con su abogado: bien que lo ordene un juez, “o” bien que se trate de un caso de terrorismo. Y digo yo, la “o” es redonda como un canuto, y la “y” más parece un tirachinas. ¿Es posible que el redactor de la norma confundiera un canuto con un tirachinas? Tal interpretación ha llevado a don Baltasar a sentarse en el banquillo, aunque solo fuera un ratito, porque la mayor parte del tiempo estuvo en estrados sentado junto a su abogado. Se le acusa de prevaricación, que es algo muy feo: el juez que a sabiendas dicte resolución injusta, reza el artículo 446 del Código Penal. Aquí la “resolución injusta” sería ordenar la intervención de las comunicaciones de unos presos con sus abogados.

Pero para que pueda apreciarse la comisión del delito debe concurrir el conocimiento y convencimiento del juez de que actúa al margen de la ley. Y probablemente en este punto “patina” la acusación, ya que el juez actuó convencido, o eso ha dicho, de que tenía el respaldo legal. La cuestión queda reducida a una mera interpretación del artículo 51 de la Ley General Penitenciaria, y eso no es delito, por mucho que un canuto sea un canuto, y en nada se parezca a un tirachinas. O “estiladera”, que también vale.

Mario Santana Letrado
abogado@mariosantana.es