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En ocasiones los arcanos caprichosos del azar hacen que coincidan en el tiempo circunstancias que pueden reforzar expectativas abandonadas por múltiples razones. También puede suceder que la confluencia de factores inesperados en el mundo de las probabilidades solo obedezca a carambolas imposibles de prever en un escenario diverso, complejo y remotamente predecible. Ahora bien, es fácil deducir lo improbable incluso en un universo del que desconocemos sus límites, antigüedad, origen, progresión, desenlace final y, por tanto, su trascendencia. Podemos estar seguros, por ejemplo, que no vamos a encontrarnos en alguna cuneta un círculo cuadrado o un champiñón parlante, sin ir más lejos. Es impensable, asimismo, ir más allá de un agujero negro de gusano, del fondo del cosmos o conjugar la teoría de la relatividad con la mecánica cuántica, al menos hoy por hoy, con las herramientas de las que disponemos. Es más, dentro de nuestro hábitat inmediato, el planeta, hay actualmente miles de especies animales y vegetales que aún no han sido descubiertos, como tampoco han sido explorados los abismos más impenetrables bajo los océanos o identificadas muchas de las reacciones bioquímicas que afectan a nuestra propia fisiología. Y eso es así porque todavía estamos intentando entender el por qué de las cosas que nos afectan, de dónde venimos, a dónde vamos, etcétera, aunque hayamos sido capaces de reconstruir el movimiento de las masas terrestres a través de millones de años hasta que han quedado dispuestas tal y como las conocemos hoy en día, referenciadas por unas coordenadas que están perfectamente medidas y definidas. Todos estos y otros muchos imponderables nos hacen dudar justificadamente y es posible que no logremos librarnos de ellos aún cuando hayamos desaparecido de la faz de la Tierra. Por eso, es un consuelo que de pronto surja alguna certeza como la que esta semana ha recalado en el Archipiélago y que apunta a que no muy lejos, en algún lugar hacia el Este, existe vida inteligente, alguna civilización que de alguna manera siente, vive y respira como la nuestra; que se nutre, que evoluciona y cuyos miembros puede que articulen algo parecido a lenguajes que desconocemos. Si bien todavía no alcanzamos a estar plenamente seguros, se ha oído hablar de gentes con otro color de piel, que tocan tambores y se visten con vivos colores. También de grandes llanuras y extensas superficies selváticas donde moran humanos de raras costumbres. Con el tiempo puede que, con suerte, construyan pueblos, ciudades, carreteras, puentes, puertos, aeropuertos y edificios públicos, y encima que se encumbren a imagen y semejanza de esas instituciones soberanas y democráticas con las que nos hemos dotado y que van repartiendo por todo el orbe justicia, pan y amor al prójimo. Puede que, sin saberlo, estemos en la antesala de la eclosión de un continente del que no sabemos nada y que, como una gran isla de San Borondón, se eleve en el horizonte, a un centenar de kilómetros de nuestras costas. Pero, mientras tanto, mientras eso no ocurra fehacientemente, mejor será mirar de forma pragmática hacia otras latitudes de las que tenemos evidencias netas de vida, paz y desarrollo y, por qué no decirlo, también de mesura y racionalidad; eso sí, siempre nos rondará en la cabeza la duda incómoda que arroja esa botella recogida en la playa del Despiste y de ese mensaje que viajaba en su interior con la leyenda: “Buscamos socios”.