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Manuel Fraga ha fallecido en Madrid en un piso de noventa metros cuadrados de la calle Fernando el Católico, en Argüelles, propiedad de una hija suya. Allí fue velado su cadáver antes de ser conducido a Galicia, a Perbes, para ser enterrado junto a su esposa. Unas circunstancias que merecen ser tenidas en cuenta en estos tiempos de corrupción generalizada que soportamos. Porque en vida recibió numerosos insultos y descalificaciones, pero nunca nadie pudo llamarlo corrupto ni afirmar que estaba en la política para enriquecerse. Ojalá se pudiera decir lo mismo de muchos políticos -y no políticos- que alardean de demócratas y progresistas mientras roban el dinero público a mansalva. Vivimos malos tiempos para la ética, qué duda cabe.

Casi inmediatamente después de su cese como ministro de Información y Turismo regresó a su cátedra en la Universidad, y lo tuve como profesor durante un curso académico completo. Su carrera política no le había permitido practicar demasiado la docencia, pero, a pesar de ello, sus clases eran buenas, y algunas incluso excelentes. Tenía un estilo peculiar, una puesta en escena que ya en aquella época resultaba anticuada y obsoleta. Rodeado de profesores adjuntos y ayudantes (entonces se denominaban así), que llegaban tras él y le acompañaban en la mesa, impartía unas clases magistrales tipo conferencia y solo admitía preguntas al final, cuando quedaban unos diez minutos. Su clase era la primera de la mañana, a las nueve, y llegaba tan puntualmente que, al igual que los vecinos de Königsberg con Kant, era posible poner el reloj en hora con su aparición en la puerta delantera del aula. Una aparición que marcaba el cierre de puertas por lo bedeles y la prohibición de acceder a los alumnos rezagados. Eran otros tiempos evidentemente.

Se trataba de una Universidad en estado de sitio, en donde la Policía Armada (los grises) cargaban a pie y a caballo un día sí y otro también en el campus contra las manifestaciones de estudiantes, y los Centros estaban infiltrados de policías de la Brigada político-social (los secretas). Abundaban las detenciones, y muchos ya habíamos recibido algún porrazo que otro. Pero ni estas circunstancias ni lo temprano de la hora impidieron que, desde el primer día, su puntual llegada a la Facultad fuese recibida sistemáticamente por una multitud vociferante de alumnos que le insultaba desde muy cerca, aunque evitando el contacto físico. Fraga no lo evitaba con especial cuidado, y se sumergía entre la masa camino de su despacho mientras repetía: “¿Me permite pasar?”. Al final, lo consabido y monótono de la escena, y el lógico e intencionado adelanto paulatino de su llegada, hicieron que estos recibimientos languidecieran y terminaran por desaparecer. Abundaban los exaltados, pero su integridad física nunca estuvo en peligro.

En alguna ocasión, al entrar en el aula se la encontró empapelada con carteles insultantes, unos carteles que él mismo se encargaba de quitar entre los tímidos silbidos de algunos de los alumnos presentes, que procuraban pasar desapercibidos, no fuera a ser que se acordara de ellos en el examen final. Y quiso la casualidad que su examen final fuese el único en el que, después de una noche de estudio sin dormir y varios exámenes de otras asignaturas, me sentí seriamente indispuesto. Temiendo no poder resistir todo el examen, reuní el valor suficiente para levantarme, contarle lo que me ocurría y pedirle permiso para salir al baño a ver si se me pasaba el mareo. Me miró y me dijo como quien explica lo obvio: “Si abandona el aula decae en su derecho a examen”. Y dio por concluido el asunto. Como no era cuestión de averiguar si eso significaba obtener un no presentado o un suspenso, aguanté hasta el final y conseguí el objetivo de una nota alta. Entonces me enseñó el valor de la voluntad y que siempre se puede resistir un poco más.

Era un admirador del sistema político británico, al que en sus clases volvía una y otra vez con el menor pretexto. Y los autores ingleses y escoceses, cuyos nombres escribía cuidadosamente en la pizarra, única ocasión en que se levantaba, eran mayoría entre los que citaba. Tenía una clara vocación de estadista (“no tengo más enemigos que los del Estado”, manifestó en algún momento), y su modelo eran los grandes Primeros Ministros británicos del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. Hubiera querido ser el William Gladstone o el Winston Churchill español, y también el Cánovas de la transición democrática española. Sin embargo, fue lo único que no consiguió nunca ser, él, que tantas cosas fue en política. Ese papel se lo arrebató el Adolfo Suárez candidato del rey, que le dejó reducido a ser nada más -y nada menos- que el férreo conductor de la derecha española desde los pastos del autoritarismo franquista hasta el difícil redil de la democracia. Una democracia a la que su pragmatismo político le hizo servir con la misma dedicación y lealtad con las que había desempeñado su cargo de ministro de Franco.

Y triunfó allí donde Adolfo Suárez había fracasado. Al líder de la transición, los barones territoriales y las tendencias centrífugas de la insolidaria derecha española (recordemos la Confederación Española de Derechas Autónomas de Gil Robles) le hicieron explotar Unión de Centro Democrático entre las manos. Manuel Fraga se propuso reconstruir esa derecha bajo presupuestos unitarios y democráticos, y lo consiguió después de recorrer un camino tortuoso de derrotas electorales, fundaciones y refundaciones. El actual Partido Popular, un partido democrático de centro derecha, homologable con los partidos similares de nuestro entorno europeo e imprescindible para que nuestro sistema democrático funcione, es básicamente una obra suya. Y esa es la deuda de gratitud que tiene con él la democracia española.

Una de las ideas recurrentes de sus clases era que los pueblos son lo que son sus clases dirigentes. Ahí radicaba la diferencia, afirmaba, entre Inglaterra y Rusia, entre el éxito histórico del pueblo inglés, bajo la égida de una clase dirigente adelantada a su tiempo, culta, inteligente, honrada y de altas miras, y el fracaso sin paliativos del pueblo ruso, víctima de una clase dirigente mediocre, corrupta y atrasada. Es una reflexión que convendría visitar de nuevo ahora, cuando el pueblo español y nuestra triste democracia corren peligro de fracasar definitivamente en manos de una clase dirigentes que cada vez está más lejos de Inglaterra y más cerca de Rusia.