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Juicios de residencia > Leopoldo Fernández

Como era de esperar, el Congreso convalidó el decreto-ley del tijeretazo, ese que sube los impuestos del IRPF y el IBI y aprueba medidas económicas urgentes para reducir el déficit público, pagar la deuda e iniciar una carrera contra la crisis. Antes, el presidente Rajoy, para no seguir desaparecido para la vida pública, se había explayado con el presidente de la agencia Efe y justificaba la subida de tributos y otras estrecheces en la herencia del anterior Gobierno socialista, que no rindió cuentas sin trampa ni cartón. Zapatero, Salgado y compañía hicieron, sí, un traspaso de poderes modélico, pero una de tres: o no tenían fijadas las cifras reales del déficit público y las dieron aproximadas, o si las tenían las falsificaron a conciencia, o son tan malos matemáticos que al final sus cálculos se desviaron en la friolera de dos puntos y pico sobre el Producto Interior Bruto, es decir, no menos de 20.000 millones de euros. En definitiva, que en vez del esperado 6% de déficit público, andamos ahora por el 6,2 y hay quien apunta al 6,7%, lo que nos llevaría a un recorte inversor de cerca de 50.000 millones de euros. Para morirse del susto. Y a todas estas, seguimos sin acuerdo laboral, sin concluir la reforma financiera y sin aprobar las medidas de estímulo para que de una vez empiece a moverse el cotarro económico y surjan esos brotes verdes de verdad, no los que anunció en falso, hace un par de años, la exministra Salgado. Ante tanta mentira, estadística, política, o ambas a la vez, podría ser el tiempo de resucitar aquellos viejos juicios de residencia del antiguo derecho castellano, que desde el Medievo duraron hasta su derogación por las Cortes de Cádiz, en 1912. Estos juicios, públicos y sumarios, servían para que funcionarios y cargos políticos de cierto rango rindieran cuentas al cesar y vieran cómo se revisaban sus actuaciones ante un juez de residencia, normalmente el sustituto de quienes iban a dejar el puesto. Y tenían que demostrar, con papeles, testigos y pruebas contundentes, que habían actuado conforme a derecho y no habían incurrido en mala gestión del dinero público, o en favoritismos, negligencias y corrupciones. Llevados también a América, por estos juicios pasaron Colón y Hernán Cortés, igual que virreyes, delegados, alcaldes, etc. Ningún funcionario podía dejar su puesto si antes no era exonerado de cualquier responsabilidad; en otro caso, acababa en la cárcel o tenía que afrontar multas y sanciones de diversa índole. Imagino lo que aquí podríamos ver en unos juicios políticos o económicos realizados hoy con esos condicionantes históricos a quienes iban a dejar gobiernos y corporaciones.