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La demolición > Jorge Bethencourt

Estamos logrando demostrar, más allá de toda duda razonable, que la democracia parece un vertedero con olor a cloaca. Manuel Fraga, en el reposado ocaso de una dilatada vida política, podrá esbozar una justificada sonrisa pensando -o tempora, o mores- en quienes tanto le han recordado su pasado.

La dictadura de Franco parece un convento de carmelitas descalzas en comparación con esto. Y sí. Nos podemos hartar de decir que el propio régimen era una corrupción. Que fue el producto de un golpe de Estado. Que la privación de libertades, la censura, las condenas a muerte y la represión política fueron un sistema de castración ciudadana peor que cualquier otro imaginable.

Tendremos razón, pero la razón hace muy poco ruido en el concierto de instrumentos desafinados en que se está convirtiendo un país donde chóferes oficiales esnifan coca, políticos se imputan a troche y moche, jueces se descalifican y se acusan y entran y salen de la política como del supermercado y hasta miembros de la familia real terminan en esa maravillosa picadora de carne fresca hecha de papel y ondas hertzianas. Gran parte de los escándalos, insultos y reproches acaban en nada. Pero el daño está hecho. Los medios que se lanzan a galope tendido por la conquista de las audiencias (y de la publicidad) no tienen ni tiempo ni interés en separar la paja del trigo. Al indiferente, el reglamento vigente. Y así, en la Iberia todo es un gigantesco pandemonium.

El banquero que sale en los periódicos por haber defraudado a Hacienda es un repugnante miserable para el fontanero, que le pone a parir en el bar, con sus amigos, aunque él le diga a sus clientes “¿le hago la factura sin IGIC, que le sale más barata?” Porque la esencia de la realidad es que los árboles se pudren desde las raíces a las ramas.

En la calle pasa un vehículo oficial que se para en el semáforo. Es un cargo público que viene -me consta- de entrevistarse con un colectivo de trabajadores para mediar con una gran empresa que les ha comunicado una regulación de empleo.

Desde la acera, a mi lado, un ciudadano mira hacia el coche. Y mientras cruzamos la calle masculla, como para sí mismo, “¡ahí va otro golfo en un coche oficial!” Fin de la historia. No puede haber ya más descrédito institucional. No cabe ya más decepción, ni más injusta. Ya veremos dónde acaba la ira. Qué necios. Si existieran los fantasmas, el del general de la voz de flauta estaría desternillándose de risa.

Twitter@JLBethencourt