análisis > Leopoldo Fernández

La quimera del control presupuestario > Leopoldo Fernández

Se veía venir. Tan pronto el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos, anunció en el Financial Times que el Gobierno prepara una ley que fijará “instrumentos estrictos de control sobre los presupuestos de las comunidades autónomas” y que este control se efectuará antes de que éstas aprueben sus presupuestos, cabía suponer una serie de reacciones en cadena por parte de los partidos nacionalistas. Pero una cosa es el efecto que suscita el anuncio y otra bien distinta la respuesta precipitada y ligera ante una medida esperada, cargada de racionalidad y legalidad y, sobre todo, incluida ya en la reforma del artículo 135 de la Constitución que aprobó el Congreso de los Diputados en septiembre pasado.

El artículo 149 de la Constitución reserva al Estado la competencia exclusiva sobre “las bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica”, así como la “Hacienda general y deuda del Estado”, en tanto el 156 condiciona la autonomía financiera de las comunidades autónomas a “los principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles”. En este contexto, las declaraciones de los portavoces de los Ejecutivos catalán y vasco, y también las de los consejeros canarios de Hacienda, González Ortiz, y Presidencia, Hernández Spínola, parecen una pataleta de niño chico o una falta de ponderación sobre la verdadera dimensión del asunto. Se ha hablado de “inconstitucionalidad”, “ataque a la autonomía”, “ilegalidad”, “agresión”, “Loapa financiera” y frases por el estilo, cuando no se trata de invadir competencias de nadie -menos aún si los presupuestos no los aprueban los gobiernos sino los parlamentos-; lo que en verdad se persigue es que, con arreglo al reformado artículo 135 de la Carta Magna, todas las administraciones públicas -la estatal, las autonómicas, las provinciales, las insulares y las locales- “adecuarán sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria” y “no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados miembros”. Una ley orgánica, que ha de ser aprobada antes del 30 de junio próximo, fijará esos nuevos principios constitucionales y el déficit estructural máximo permitido al Estado y a las comunidades autónomas en relación con el Producto Interior Bruto (PIB); mientras tanto, “todas las entidades locales deberán presentar equilibrio presupuestario”, según la reforma ya aprobada. Además, Estado y comunidades no podrán emitir deuda pública ni contraer crédito sin estar expresamente autorizados por ley; en su caso, los intereses y el capital de la deuda pública de las administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos “y su pago gozará de prioridad absoluta”, por imposición de Bruselas, como es bien sabido. Es más, a partir de 2020 estará rigurosamente prohibido un déficit público superior al 0,4% del PIB para el conjunto de las administraciones. ¿A qué viene entonces esa escandalera verbal de los nacionalistas, ese ponerse la venda antes de la herida, cuando la propia ley orgánica citada deberá fijar -y esto ha de hacerse imperativamente en el seno del Consejo de Política Fiscal y Financiera, que reunirá a todas las comunidades a finales del presente mes- la participación de los órganos de coordinación institucional entre las administraciones públicas en materia de política fiscal y financiera para distribuir los límites de déficit y deuda, los supuestos excepcionales de superación de los mismos y la forma y el plazo de corrección de las eventuales desviaciones, el procedimiento para calcular el déficit estructural y la responsabilidad de cada administración en caso de incumplimiento de loe objetivos de estabilidad presupuestaria? Poner orden en el funcionamiento institucional, actuar como hacen otros países europeos, donde ya se gobierna con criterios presupuestarios restrictivos, es obligado, razonable y lógico porque al final quien en última instancia tiene que responder ante Bruselas y ante los organismos crediticios es el Estado, no las comunidades ni los entes locales. Y si la propia Unión Europea obliga a España a actuar de determinada manera y con estrictas pautas de control presupuestario, ¿en qué cabeza cabe que el Gobierno de la nación no obligue a su vez a comunidades y entes locales a seguir las mismas normas? ¿No será que se quiere confundir autonomía con soberanía y buscar en el Estado a ese enemigo exterior que todo nacionalismo exaltado sitúa siempre enfrente para tratar de justificar lo injustificable?

Después de 30 años de autonomía y a la vista de los fallos del sistema, no digo yo que haya que volver a una recentralización, como temen los nacionalistas. Pero sí parece conveniente un cierto control y hasta una reconducción, sin por ello caer de nuevo en el centralismo, de determinados asuntos que por diversas circunstancias han mostrado fallos, ineficiencias y descontroles. Ahí están las más de 200 embajadas autonómicas en el exterior, los excesos en el número de empresas públicas y funcionarios, los derroches en lujos, viajes y prebendas de toda índole, los déficit existentes en todas las comunidades y que en algunos casos parecen ya impagables sin la ayuda del Estado. Todo esto aconseja llegar a una razonable y pausada revisión del proceso y una armonización de competencias bajo directrices estatales y acuerdos aceptados por todos. De lo contrario no vamos a poder cumplir con las nuevas pautas dictadas desde Bruselas, lo que equivaldría a tener que afrontar sanciones y medidas disciplinarias de amplio alcance y quién sabe si de imposible cumplimiento, con las consiguientes y gravísimas consecuencias en las que sería mejor no pensar. Según el Banco de España, Gobierno central, comunidades autónomas y entidades locales deben más de 706.000 millones de euros. De ellos, 534.000 corresponden al Estado, 135.000 millones a las comunidades y el resto, casi 37.000, a las corporaciones locales. Estas deudas tan enormes solo podrán pagarse vía impuestos y mediante un rigurosísimo control del gasto público que a su vez requiere de políticas draconianas de austeridad y racionalidad presupuestaria. ¿Cómo va a dejar el Gobierno del Estado que siga creciendo el déficit y la deuda si no quiere que el país se suicide colectivamente? Lo lógico es que supervise cuentas, vigile deudas, se autoimponga disciplinas rigurosas y exija a su vez la misma medicina a todas las administraciones antes de que sea demasiado tarde y los números rojos lleven al país a la quiebra y a la intervención exterior.

Ese es a mi juicio, el espíritu que late en el anuncio de Luis de Guindos, que obviamente goza de pleno respaldo legal según las sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional. Éste considera que el Estado puede imponer límites al gasto de las autonomías a través del Consejo de Política Fiscal y Financiera. Al desestimar la impugnación del Parlamento de Cataluña contra la Ley General de Estabilidad Presupuestaria de 2001, el Constitucional reconocía que el Estado “puede imponer límites al gasto de las autonomías como medida económica de carácter general” y deja además bien claro que “la autonomía financiera de las comunidades no excluye la existencia de controles incluso específicos” siempre que se manifiesten imprescindibles “para asegurar la coordinación de la política autonómica”. Incluso sentencia que el Gobierno central puede fijar a las comunidades autónomas límites o topes máximos en materias concretas a la hora de elaborar sus presupuestos y en los presupuestos mismos, ya que la política presupuestaria “es -afirma el alto tribunal- un instrumento de la política económica de especial relevancia, a cuyo través incumbe al Estado garantizar el equilibrio económico general”. Quizás el control presupuestario previo chirríe un tanto porque pudiera entenderse como un exceso de tutela o un entremetimiento en la potestad legislativa de la comunidad autónoma. Pero, ¿qué puede hacer el Gobierno si las comunidades se niegan a cumplir hasta la mismísima reducción de entes públicos acordada en 2010 en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, que alcanzaba a 515 empresas y de las que sólo han desaparecido 69? Empezando por Canarias, donde son más de 300 las sociedades, organismos, consorcios y fundaciones y entes varios de carácter público, ¿a qué esperan los dirigentes políticos para poner orden en la casa propia? ¿Tan doloroso resulta dejar sin trabajo a un montón de amiguetes y compañeros de partido enchufados muchas veces sin mayores méritos? ¿No se dan cuenta de la sangría económica de tantas empresas inútiles cuyos presupuestos, por cierto, se valoran aparte de los generales de cada administración para así poder disimular las pérdidas y esquivar los límites del endeudamiento?