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Manuel Fraga > Luis Ortega

Hace una semana desayunamos con la muerte de Manuel Fraga Iribarne (1922-2012), un personaje diferente -como el lema que ideó para la España turística- al que, desde todos los sectores, se le adjudicaron los más diversos adjetivos y todos cupieron sobre sus anchas espaldas, “como le cabía el Estado en su cabeza”, como proclamó Felipe González en su primera investidura. Estos días, el imaginario hispano se reactivó con los recuerdos y necrológicas y el álbum gráfico del despegue económico del tardofranquismo, sus cargos y el baño con su amplio meyba -prenda de moda hace medio siglo- en Palomares, donde un avión norteamericano sembró el pánico nuclear. Don Manuel, como le gustaba que lo llamaran (él utilizaba el apellido de sus interlocutores) fue el domador de una derecha arisca a la que metió en el juego democrático y, a la vez, un liberal a la antigua, “con el estilo de la restauración”, y un carácter vivo que saltaba por poco. Pese a ese talante fue el único superviviente de un régimen que, aún en sus estertores y cuando nuestro hombre alejado del ejecutivo miraba al futuro, mantenía en vigor la pena de muerte. Cuando los barones se disputaban una herencia dudosa y se peleaban airadamente por sostener la integridad de un injusto anacronismo, contra corriente, el embajador español en Londres planteaba a las fuerzas conservadoras una alternativa de unidad en torno a la reconciliación nacional -un generoso esfuerzo para quienes perdieron la guerra y los derechos- y una reforma, controlada por los sectores moderados frente a los clamores de ruptura que demandaban los partidos de izquierda y los sindicatos proscritos durante cuatro décadas. El fracaso del Gobierno de Arias Navarro y la elección de Suárez -con la tutela de Fernández Miranda- para pilotar una transición diferente, probó el patriotismo y la talla de estadista de Fraga, que, pese a su desencanto personal, entró en el grupo de ponentes de la Constitución, protagonizó airados enfrentamientos en torno al capítulo VIII -la articulación territorial del estado- y que, paradojas de la España diferente, acabó al frente de la autonomía de su Galicia natal, falando la lengua materna y con una legión de gaiteiros en la plaza del Obradoiro. Fue, sin duda alguna, la mejor baza conservadora en la transición y le debo una luminosa lección de normalidad democrática cuando escuché su inteligente presentación de Santiago Carrillo, entonces secretario general del PCE, en su primera conferencia en el Club Siglo XXI.