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Más madera, que es la guerra > Jorge Bethencourt

Imagine que va a comprarse un libro y le piden la declaración de ingresos. Y que el precio del libro está en función de la nómina que cobra cada mes. Así que un mismo libro, con las mismas páginas, del mismo autor y la misma editorial, costaría distinto en función de quien lo comprara.

Los impuestos nacen de la “potestad tributaria del Estado”. Y el Estado pone los impuestos que le da la real gana. Para esquilmar adecuadamente a los ciudadanos, los Estados modernos han establecido el principio de la “capacidad contributiva”; es decir, que quienes tienen más deben aportar más. Las infraestructuras, los servicios y bienes que el Estado pone a disposición de los ciudadanos son iguales para todos, pero lo que cada uno paga por ellos es diferente “para consagrar el principio constitucional de equidad y el principio social de solidaridad”.

La semántica aguanta lo que le echen. Por eso la equidad no consiste en tratar de igual forma a todo el mundo, sino en hacerlo de forma desigual. Es una sofisticada perversión del lenguaje, como la discriminación positiva. O lo que es lo mismo, se trata de actuar de forma injusta para conseguir un fin justo. Maquiavelo no podría estar más de acuerdo.

La solidaridad entre los ciudadanos no nace así de la voluntad, sino de la coacción. Y riqueza no se genera en el mercado, en función de las capacidades y méritos de cada uno, sino que se redistribuye por el Estado, que se apropia de ella actuando como intermediario entre los más ricos y los más pobres. Y ya sabe usted lo que suele pasar con los intermediarios. En las sociedades más desarrolladas, la creación de riqueza por las democracias sociales de mercado han generado un mejor nivel de vida para los ciudadano. No hay más que examinar el mapamundi. Pero a quien ha hecho muchísimo más ricos y poderosos es a los Estados. Bajo la premisa de ser los responsables de la prestación de los servicios públicos del bienestar, los Estados democráticos han devenido en gigantescas superestructuras que a veces cuestan más que la riqueza que efectivamente redistribuyen entre los menos favorecidos. En la gran crisis del siglo XXI, el intermediario no se plantea bajar sus costos, quiere que paguemos más y más. Gobierne quien gobierne, las burocracias se mueven por el instinto de conservación, como las orondas sanguijuelas que son, amparadas por el discurso de la justicia social.

Twitter @JLBethencourt