EL SALTO DEL SALMÓN> Luis Aguilera

Palabras de destrucción masiva > Luis Aguilera

Alguna vez sustituí a un amigo en su clase de Comunicación y desarrollé entonces una teoría que en su momento me pareció altamente didáctica pero, una vez concluido el curso, sentí el peso grave de la genialidad fallida, esa que una vez disuelta nos deja su ridículo. Como tampoco daba para rasgar vestiduras y mesar cabellos, terminó siendo más tontera que arrepentimiento. La teoría en cuestión versaba sobre el uso del eufemismo, definiéndolo como aquel rodeo que se hace para no llamar a las cosas por su nombre, bien para el ocultamiento, bien para la falsificación. Como nos ocupaba la publicidad, yo me apliqué en demostrar que con frecuencia se les dejaba a las palabras, o a las imágenes, beneficios “eufemísticos” que el producto no tenía o el receptor no entendía. Pongamos por caso lo “científicamente comprobado” o el uso estadístico, “9 de cada 10 gatos prefieren X”, o el “ahora con el poder molecular del FSM”.

Se me ocurrió dividir los eufemismos, un tanto hazañosamente, en eufemismos manta y en eufemismos máscara. Los primeros son los que cubriendo, encubren y, los segundos, los que suprimen una identidad real por una de impostura. En mala hora el presidente chileno me ha hecho recordar mi vieja teoría, que, a pesar mío, vuelve a tener vigencia. Pretender sustituir en los textos escolares (que son formadores de conceptos, opiniones y valores) la palabra “dictadura” por el inocuo y pulcro término de “régimen militar” es un vulgar intento por exonerar de todo crimen al terrorismo de Estado impuesto por Pinochet. Es un paradigmático ejemplo del eufemismo manta.

Se le concede a las palabras la virtud de tupido manto para tapar de una vez y para siempre los tres mil y tantos cadáveres de su mano dura, los más de mil desaparecidos sin retorno y de paso indultarlo del horror y la tortura. Pero también podría ser ejemplo del eufemismo máscara. Se trata de maquillar el verdadero rostro del dictador y de lavar su cara de genocida. Y en su “colorín colorado” venir a decir, a modo de colofón, que al pasado ni se le acusa ni se le juzga.

Piñeira no ha inventado nada. El recurso -que debe tener la misma edad cumplida del lenguaje- ha ganado adeptos en esta era multimedia. Los Estados Unidos lo practican para eludir sus propios principios fundacionales. En Guantánamo hay “combatientes ilegales”, rara figura para zafar de sus propias leyes sobre los derechos de defensa y juicio y para hacer inválida la Convención de Ginebra a la que están suscritos. Con Bush Junior, el secretario de Justicia autorizó los “interrogatorios alternativos” para dar esquinazo a la palabra tortura aunque sus métodos no son sino el refinamiento de ésta. El Ejército de Colombia acuñó el imposible término de “falsos positivos” para denominar a los chicos de barrio que mataba para hacerlos pasar por guerrilleros. Y está de plena actualidad la palabra “ajuste”, que enmascara los pelotazos sucios del casino financiero, que no tiene reos, y traslada la culpa al ciudadano acusándolo de haber vivido a mano abierta por encima de sus posibilidades y, por lo tanto, es justo que pague la factura.

Digamos, sin eufemismos, que contra la verdad también las palabras pueden ser armas de destrucción masiva.