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Petardos > Perplejita Me Hallo

El día de Año Nuevo un señor que se incorporaba tan ricamente a la TF-5 casi se mata porque algún descerebrado lanzó un petardo a la autopista, le reventó el cristal, le llenó el coche de humo y acabó calcinándolo.

El hombre tuvo el tino de parar el coche y salir, lo que le salvó la vida. Cualquier otro habría dado un volantazo y al traste con el primer propósito de 2012: no sobrevolar la mediana.

La verdad es que me cuesta llamar petardos a esos artefactos que le pondrían el corazón en un puño a cualquier habitante de Bagdad.

Los petardos para mí siempre fueron cosas pequeñas, de color rojo, que alcanzaban un grado de perfección malévola cuando los atabas y los hacías estallar dentro de una botella de refresco o sucedáneo. Mi madre, con gran criterio, no me dejaba jugar con fuego.

Cada año observo que el alcance y la potencia de los petardos siguen su ascenso imparable, quizás para lucro encubierto de algún tratante de goma 2.

A estas alturas parece que si un petardo no es capaz de hacer saltar las alarmas a toda una fila de coches, los pibes ni se lo plantean. La culpa de todo esto, naturalmente, es de Paulino Rivero (ay, lo siento, se me activó sin querer el modo editorialista).

La culpa es de los padres, que los visten como artificieros. Una de las cosas positivas del fin de la Navidad es el fin de los petardos… Solo para que vayamos mascando la angustia de que el año que viene un petardo en el portal nos derrumbe el edificio.