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Que no pasen los años > Tomás Gandía

Nos asustan las primeras canas, los indicios iniciales de arrugas, los síntomas de la cercanía de la vejez. Nadie es viejo hasta que pierde todo interés por la vida, se le quebranta el ánimo y su corazón no es capaz de responder a las emociones. La mayoría no caemos en la cuenta de que la actitud mental es una positiva energía que produce extraordinarios y seguros resultados. Los años no constituyen factor tan importante en este punto como las modalidades del pensamiento y los rasgos sicológicos del carácter, ya que no podemos contar la edad de los seres humanos por el calendario sino por la disposición mental, el temperamento y el espíritu. A cualquier edad es viejo quien aparta sus ideales, se divorcia del espíritu de su tiempo y se distancia de los progresos de la época. Alguien dijo que “no se es viejo por vivir de proyectos y sí de recuerdos”. El prejuicio de que nuestras fuerzas han de decaer y nuestros anhelos desvanecerse a edad fija influyen de tan perniciosa manera en la mente que nos creemos incapaces de muchas cosas que airosamente podríamos realizar.

La monotonía desgasta rápidamente, y antes de producirse la aparición de las arrugas en el rostro y los signos de senectud, las facultades mentales se atrofian y el cerebro se seca, como dijera Cervantes de Don Quijote, valga el símil. Sacudirse la ociosidad, habituarse a poseer un ánimo esperanzado, el racional empleo de nuestras potencias, capacidades o aptitudes en actividades que llenen de satisfacción, la práctica prudente de la filosofía optimista, son ingredientes cuya combinación contribuye a saborear la vida. El trabajo bien entendido, favorece la longevidad. Habrá que efectuar el supremo esfuerzo de tratar de olvidar contratiempos, errores, infortunios, caídas del pasado y hasta desgracias. En multitud de ocasiones andamos desequilibrados por la mala costumbre de estar cavilando, dándole vueltas y más vueltas a un asunto, y ante la imagen casi siempre exagerada de contrariedades e incluso decepciones, abultadas por el temor. Nunca deberíamos permitir que el romanticismo muera, porque la caballerosidad, galantería, benevolencia, afabilidad, la excelencia de la amistad, el afecto, cariño y el amor, mantienen ardoroso y joven el corazón. Siempre y en toda circunstancia, habrá de forjarse la propia imagen tal como uno quisiera ser. Nunca ha sido bueno complacerse en las personales imperfecciones y flaquezas. Sí que lo sería mantenerse en la convicción de lograr alcanzar la máxima calificación. Se pregunta el filósofo José L. Aranguren: “¿Qué hacer, pues? Buscar la felicidad en el placer de vivir, en un arte del ocio que sea goce del amor, de la amistad, del diálogo, de la hermosa y viva comunicación humana”. (Ética de la falicidad y otros lenguajes).