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Volver a empezar > Juan Hernández Bravo de Laguna

Algo más de un centenar de personas convocadas a través de las redes sociales han celebrado en Barcelona el fallecimiento de Manuel Fraga. Participaron en un brindis, y se manifestaron ante la sede del Partido Popular y la Comisaría General de la Policía Nacional con banderas comunistas, republicanas e independentistas. Parece ser un hecho aislado, por fortuna, porque no tenemos noticia de otros similares. No obstante, al margen de la política, el festejar la muerte de una persona es una práctica reprobable que pone de manifiesto, una vez más, las raíces violentas e incluso crueles de nuestra personalidad colectiva como pueblo, unas raíces que son comunes a la izquierda y a la derecha. La desaparición de Franco también fue celebrada con brindis y festejos por demasiada gente. Pero las cosas se remontan mucho más atrás. Durante siglos, las dos Españas se han matado entre sí y han celebrado la aniquilación del contrario. Pues bien, desde su personalidad autoritaria y su ejecutoria política poliédrica, y por más que les pese a algunos, Fraga contribuyó decisivamente a que ese nefando pasado no vuelva a estar presente ni en nuestro ahora ni en nuestro porvenir.

Ya hace años un grupo numeroso de exaltados intentó impedir en la Universidad de Granada que impartiera una conferencia por medio de la injuria y el acoso. El insulto más repetido fue el de “fascista”. Y lo más condenable -y sorprendente- de todo fue que los agresores no parecían darse cuenta de que los auténticos fascistas eran ellos. Este suceso granadino, junto con la agresión al consejero de Cultura de la Región de Murcia, del Partido Popular, perpetrada después, y otros muchos sucesos iguales o similares, no son una novedad, por desgracia, y se unen a una siniestra cadena de acosos y agresiones a políticos, militantes y simpatizantes de partidos. Unos lamentables hechos de la mayor trascendencia para nuestra convivencia y nuestro futuro como sociedad vertebrada.

En efecto; desde hace tiempo proliferan en este país bochornosos y preocupantes espectáculos de acoso y agresión a personajes públicos y a militantes y simpatizantes partidistas, que solo intentan ejercer de manera pacífica sus libertades de reunión y de expresión. O, simplemente, que están ahí, como en el caso del consejero murciano. Y la participación en estos acosos y agresiones de militantes y dirigentes partidistas y sindicales no es tampoco una novedad. Son reiterados acosos y agresiones que ponen dramáticamente de manifiesto la pobreza democrática de nuestra cultura y los valores de intransigencia y fanatismo que priman entre nosotros. Por desgracia, el pueblo español sigue siendo el pueblo fratricida y cainita que en ciento cincuenta años se ha desgarrado internamente en cuatro guerras civiles y en innumerables enfrentamientos sociales, con golpes de Estado y feroces represiones militares y policiales incluidas. Y si nos atrevemos a remontarnos en el tiempo, hemos de añadir dos guerras civiles más, que jalonan nuestro devenir desde el Renacimiento.

Por si este panorama desolador no fuera suficiente, es también muy preocupante para el porvenir democrático español que sean mayoritariamente jóvenes los participantes en estos vergonzosos sucesos, en estas batallas execrables que sustituyen indebidamente a las batallas electorales. Es más preocupante aún que estos jóvenes ni siquiera quieran saber que de ese modo y con estas batallas empezaron las guerras civiles que avergüenzan nuestra historia. Y que no acepten -o no sepan- que en una democracia cualquier ciudadano tiene derecho a reunirse y a expresarse pacíficamente. Es evidente que Fraga soportó un pasado no democrático de ministro de Franco, aunque no es lícito olvidar que fue un ministro que lideró el aperturismo y la institucionalización del régimen hasta donde era posible, y que, en su enfrentamiento con el Opus Dei, fue cesado por eso. Sin embargo, no es menos evidente que su adaptación a la democracia y su compromiso con ella fueron reales y efectivos, hasta el punto de que se convirtió en uno de los redactores de nuestra Constitución. Tampoco es lícito olvidar que, como consecuencia de su apuesta por la democracia, la sociedad española le debe, entre otras cosas, que el franquismo social y la clase política franquista aceptaran nuestra transición democrática, tan vilipendiada y puesta en cuestión por Rodríguez Zapatero y sus colegas.

Cuando explotó Unión de Centro Democrático, Fraga se propuso reconstruir la derecha española bajo presupuestos unitarios y democráticos, y lo consiguió después de recorrer un camino tortuoso de derrotas electorales, fundaciones y refundaciones. El actual Partido Popular, un partido democrático de centro derecha, homologable con los partidos similares de nuestro entorno europeo e imprescindible para que nuestro sistema democrático funcione, es básicamente una obra suya. Y esa es la deuda de gratitud que tiene con él la democracia española.

El camino no fue fácil. A partir de Alianza Popular, superado el episodio de Hernández Mancha e instalado Aznar en la presidencia del partido, los populares acometieron, bajo el liderazgo moral de Fraga, un controvertido viaje al centro, cuyo objetivo principal era la reconstrucción de Unión de Centro Democrático y la recuperación de sus bases sociales y electorales. Ese viaje fue el que le proporcionó al Partido Popular un espacio político homologable y no meramente testimonial, desde el cual pudo ganar las elecciones parlamentarias nacionales de 1996 y la mayoría absoluta en las de 2000.

La derrota electoral de 2004 puso en peligro una vez más la viabilidad del proyecto e hizo temer que el Partido Popular estuviese condenado a desaparecer como desapareció UCD y a hacer necesaria una nueva refundación política de la derecha española. La debilidad de Rajoy, el candidato derrotado, posibilitó el retorno de los barones y baronesas autonómicos, de sus luchas por el control del partido, que amenazaban destruirlo, y de unos enfrentamientos sectoriales y regionales similares a los que acabaron en su día con el partido de Adolfo Suárez. La situación se recondujo en el Congreso de Valencia de 2008, los fantasmas del pasado fueron conjurados, y se evitó un volver a empezar de la derecha que hubiera sido una muy mala noticia para la democracia española. Sobre todo porque Manuel Fraga, en el ocaso de su vida, a pesar de su férrea voluntad política ya no hubiese podido empezar nada más.