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A Dios le gusta tocar > Carmelo J. Pérez Hernández

En el Evangelio de hoy, Jesús cura a un leproso de su enfermedad. Tanto en mis tiempos de estudiante de Teología como en mis lecturas actuales, cientos de veces me he encontrado con elevadas interpretaciones sobre esta curación y las muchas otras sanaciones que aparecen en la Biblia.

Que si un signo del mundo futuro, que si un gesto destinado a profundizar en el concepto de la salud integral a la que estamos llamados todos los hombres, que si un adelanto del momento glorioso en que nuestros ojos verán a Dios, ya sin dolor alguno…

Que si Él podía hacerlo y lo hizo. Que si no lo hizo y es sólo una licencia del evangelista para dar a entender verdades mayores…

¿Sinceramente? Me da igual lo uno y lo otro, y todo lo contrario. No por desprecio a los estudiosos. Sino porque me ha cautivado la sencilla explicación del evangelista Marcos sobre ese momento: “Sintió lástima, extendió la mano y lo tocó”.

Más allá de causas, consecuencias y significados, Jesús curó a aquel hombre porque “le dio lástima”.

Sinónimos: se le encogió el corazón al verlo, se le abrieron las carnes ante su dolor, se sobrecogió ante el hombre apestado y apartado por su lepra.

Sintió lástima. Ésta sí que me parece una lección teológica de una altura casi inasumible. Sentir, tener sentimientos, no aparcar los sentimientos, es el inicio de la conversión, del cambio.

Si ya no se siente nada, si se teme a los sentimientos, se está incapacitado para la fe.

Mi experiencia, personal y auscultada, es que los hombres y mujeres que no sienten nada, que temen sentir, no son buenos creyentes y no acompañan adecuadamente a otros creyentes, aunque vayan vestidos de cura o monja, aunque sean laicos de los que llaman ejemplares.

Dios se predispuso a sí mismo para sentir en la gloriosa noche en que rasgó el cielo y se vistió de carne, el vestido adecuado para compartir esta aventura que es la vida desde dentro. Hasta escribirlo resulta sobrecogedor.

Claro que no todo es sentir. También hay que extender la mano y tocar.

Eso hizo Jesús, que no se perdió en el confuso mundo de lo que se siente en un momento determinado. Además de ello, para darle solidez a lo que intuimos que nos pasa por dentro, es preciso ponerse en marcha, tocar, ofrecer, regalar… en el nombre de Dios.

A Dios le gusta tocar. Es por eso que puso su tienda entre nosotros. Extender la mano y tocar es imprescindible para comprometerse.

Solo así, con los brazos extendidos y las manos sucias de la suciedad ajena, es cómo se habla en el nombre de Dios y se aleja uno de los huecos tambores que nada anuncian porque nada conocen que no sea su propio retumbar.

No habrá más lepra, ni llanto, ni dolor en un mundo habitado por Dios si los que nos llamamos sus amigos aprendemos a sentir como Él. Si ensayamos una y otra vez aquello de extender las manos buscando ensuciarlas con el sudor y el dolor de quien nos sale al paso.

Poco importa si nos mira o nos ignora. Lo importante es que Dios siente algo, mucho, por él.

@karmelojph