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A ti te encontré en la calle > Juan Hernández Bravo de Laguna

A la vista del actual escenario político español, todo lo que ha sucedido -y lo que va a suceder- era -y será- previsible. Un Gobierno del Partido Popular con mayoría absoluta parlamentaria, que acaba de ganar el mayor apoyo electoral de toda su historia y uno de los más elevados de la democracia, y con una enorme -y significativa- cuota de poder autonómico y local. Un Partido Socialista que acaba de sufrir la mayor derrota electoral de toda su historia, desautorizado por los ciudadanos mediante sus votos, con unas sombrías perspectivas electorales andaluzas para marzo, y un muy reciente Congreso cerrado en falso, que ha puesto de manifiesto su profunda -e irreconciliable- división interna nacional y autonómica. Unos sindicatos UGT y Comisiones cómplices del Gobierno anterior, al que escenificaron una huelga general de atrezo y guardarropía, cuyos planteamientos los ciudadanos también han desautorizado con sus votos, y que desde hace mucho tiempo campan por sus respetos instalados en el corporativismo, la demagogia y la subvención. Y unas ineludibles -e inaplazables- decisiones de subida de impuestos, restricción del gasto y reforma laboral, obligadas por la situación y por la Unión Europea, que, como era de esperar, no han gustado a los ciudadanos y han permitido al Partido Socialista iniciar su andadura de oposición criticándolas en clave demagógica y callejera. Y sin respetar ni siquiera los tradicionales cien días de gracia a todo Gobierno entrante.

Los socialistas españoles no saben hacer oposición democrática y parlamentaria. Se acostumbraron mal durante los largos años de gobierno de Felipe González y sus cuatro victorias electorales sucesivas. Y su discurso opositor en las dos legislaturas de Aznar se basó en acusar a los populares de ser herederos del franquismo, representativos de la derecha autoritaria que ganó la guerra civil y portadores de los más oscuros e inconfesables intereses anti-sociales. El corolario inevitable de ese discurso es que la única legitimidad democrática es la socialista, y que cualquier medio legal o ilegal es legítimo para combatir a los populares y desalojarlos del poder. Y el discurso y su corolario son plenamente compartidos por la izquierda radical y los sindicatos UGT y Comisiones, que tanto monta.

Por todo eso era previsible que los socialistas se olvidaran del Parlamento, en donde son una inmensa minoría, y eligieran la calle para hacer oposición y para intentar que se olvide el inequívoco rechazo que el pueblo les ha dado en las urnas a ellos y a sus políticas. Por todo eso hay que decir muy alto y muy claro, y recordarle al Partido Socialista, que son los populares los que han ganado las elecciones y los que han recibido el mandato de los electores de gobernar y de intentar arreglar el desastre que supone la herencia política y económica de Rodríguez Zapatero. Y por todo eso también hay que repetir muy alto y muy claro que es deshonesto que gente como la recién derrotada Carme Chacón se manifieste en las calles de Madrid en contra de unas políticas que si el Partido Socialista hubiera ganado las elecciones no hubiese tenido más remedio que aplicar, bajo pena de conducir al país a una hecatombe económica irreversible.

La manifestación del domingo pasado en Madrid y las algaradas callejeras de Valencia, protagonizadas por socialistas y sindicalistas de UGT y Comisiones en comunión con la izquierda radical, pretenden ocultar que los votos no se cuentan en la calle sino en las urnas. Los sucesos valencianos, en particular, magnificados por los medios de estricta observancia socialista, son el resultado de una intensa manipulación sufrida por un sector de la juventud, con la coartada de protestar por unas restricciones presupuestarias que son la consecuencia del agravamiento de la crisis que originaron las políticas del Gobierno socialista. Si la policía ha cometido excesos en el cumplimiento de su deber y de sus órdenes de disolver manifestaciones no autorizadas, es decir, ilegales, que se investigue y se sancione. Pero sin desconocer que se produjeron más heridos en la policía que en los manifestantes, y que numerosos elementos del mobiliario urbano y demasiados coches estacionados en la calle sufrieron importantes daños, lo que no dice mucho a favor de la actitud supuestamente pacífica de los manifestantes.

Una de las obligaciones de un Estado democrático digno de ese nombre es mantener el orden público y hacer cumplir la ley. Y precisamente se denominan Estados fallidos los que no son capaces de hacerlo. Renunciar a mantener el orden público y hacer cumplir la ley, como hizo el Gobierno de Rodríguez Zapatero en la Puerta del Sol, conculca gravemente los derechos de los ciudadanos, por ejemplo los derechos de los vecinos, de los comerciantes de la zona y de sus clientes, y el derecho de todos a la libre circulación y la libertad de movimientos. No en vano Max Weber nos recordó que solo el Estado puede reclamar con éxito el monopolio de la violencia legítima en un territorio. Lo demás o es terrorismo o es mafia o es delincuencia varia. Quien asiste a una manifestación ilegal, o sea, a una algarada callejera sabe a lo que se expone. Y no puede alegar ignorancia.

En su análisis de las disfunciones de la democracia, Schumpeter alertó sobre la tendencia de los Gobiernos a adoptar políticas con beneficios a corto plazo y costes a medio. Los beneficios serán disfrutados inmediatamente por el Gobierno de que se trate, mientras los costes serán soportados por su sucesor. Fue lo que hizo Rodríguez Zapatero. Un ciudadano que cobra cuatrocientos euros o un cheque-bebé, un ciudadano al que aumentan el sueldo o rebajan los impuestos estará encantado, y no se parará a pensar que ese aparente beneficio momentáneo que recibe contribuirá a hundir al país a medio plazo y, en consecuencia, a él mismo. El largo plazo cuenta menos (las pensiones, por citar un caso), porque, como le gustaba decir a Keynes, en el largo plazo todos habremos muerto.

En una democracia representativa -la única posible- la calle es de todos, y la oposición se ejerce en el Parlamento sobre ideas,
programas y políticas. Ningún partido democrático es descalificado por sus ideas, programas o políticas. Y la alternancia en el poder es un principio irrenunciable y sustantivo. Porque democracia solo hay una, y a los que no respetan sus principios y reglas los encontramos en la calle.