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El enemigo > Alfonso González Jerez

El enemigo puede ser cualquiera. El enemigo no se distingue por su naturaleza, sino por su actitud. Un joven parado, por ejemplo. Si el joven parado espera pacientemente que le salga una mierda de subempleo de tres horas, practica el botellón o se desfoga enviando SMS a La Noria, puede estar tranquilo, que no lo van a hostiar, al menos, por supuesto, que cometa la temeridad de meterse inadvertidamente en una manifestación. Un ciudadano honesto huye de las manifestaciones como de la lepra. Pero ¿a qué viene manifestarse? El que se manifiesta es directamente sospechoso y más aun en la España que empezará a amanecer dentro de nada, otro medio millón de parados, más o menos. Porque, de veras, ¿para qué se manifiesta la gente? Cualquier persona razonable sabe o debería saber que se trata de un gesto perfectamente inútil. Puro folclorismo izquierdista. Un desaseado tic preneolítico. Los alumnos del Instituto Luis Vives, en Valencia, ¿saben algo de macroeconomía? ¿Cuentan con los más elementales rudimentos de técnica presupuestaria? ¿Conocen el funcionamiento del Eurogrupo? ¿Le han palpado alguna vez las mollas a Rita Barberá? Todas las respuestas son lamentablemente negativas y el veredicto resulta concluyente: los estudiantes apenas saben hacer bulla y la bulla tiene unos límites democráticos que solo pueden evaluar con exactitud los comisarios de policía.

Yo, sin embargo, reconozco ser un anacronismo andante. Reconozco que un señor uniformado que abofetea a un adolescente, arroja contra un coche a dos pibas que aúllan de terror o le abre una brecha en la cabeza a un bachiller a porrazo limpio se me antoja un cobarde miserable. Reconozco igualmente, llevado por mi espíritu antediluviano, intuir que los agentes de policía que no están debidamente identificados no se identifican, precisamente, para actuar con la impunidad más repugnante, al abrigo de un anonimato enmascarado. Reconozco, y eso me tortura, que estoy en disposición de convertirme en enemigo en cualquier momento. Ahora mismo, por ejemplo. Ahora mismo me siento como un enemigo. ¿Cómo he podido transforme en un enemigo, si hasta hace quince líneas me sentía plenamente integrado en una sociedad con civilizados límites para la bulla democrática? Quizás por lo que expliqué antes. El enemigo siempre es situacional. Durante el estalinismo se contaba un chiste en voz muy baja. Una jirafa procedente de Rusia pedía asilo político en Suiza. “¿Y por qué quiere usted exiliarse?”, le preguntaban. “Es que en Rusia están matando a todos los elefantes”, respondía. “Pero si usted es una jirafa”, replicaba atónito el funcionario suizo. “Ya. Eso se lo explica a ellos”. No es posible explicarles nada. Usted se manifiesta, protesta, grita. Puede ser que, anestesiado por su supina ignorancia, se crea usted una jirafa, pero merece ser tratado como un elefante. La protesta es un lujo incompatible con la crisis que vivimos. Qué pensarán en Berlín, en París, en Bruselas. Si se despide a profesores, no hay calefacción en las aulas y desaparece el material escolar, compórtese como una jirafa patriótica, no mire para arriba y salga lo justo a la calle.