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El sexo y la ley > Jorge Bethencourt

Cuando era joven, la palabra maricón era un insulto tan grueso como mentarle a alguien a su madre. Los homosexuales vivían en la penumbra de una sociedad para la que el sexo era una cosa sucia, oscura y morbosa. Luego llovió lo suyo, llegó el destape, la movida y la biblia en pasta. E incluso los que fuimos maleducados en la formación del espíritu nacional y el catecismo, empezamos a tener amigos homosexuales y amigas lesbianas. Al principio te daba mosca, porque no sabías cómo tratar el tema. Pero poco a poco nos fuimos deslenguando con la normalidad que produce lo cotidiano.

Claro que hay extremistas. Algunas feministas son insoportables. Como ciertos colectivos gays. Pero no son una novedad porque, desgracidamente, es posible encontrar elementos radicales en todas las áreas del pensamiento humano. Tengo amigos homosexuales que no soportan la intolerancia pero que destestan a los maricones que gritan y se pavonean. Yo les digo que son clasistas y que el desprecio que muestran por la vulgaridad es el mismo que otros sienten por los chandaleros. Sólo un partido político con una seria arterioesclerosis intelectual puede seguir considerando que las tendencias sexuales de un ciudadano o ciudadana tiene alguna relevancia jurídica. Sólo un Estado paternalista hasta el vómito se puede atribuir el derecho a legislar sobre la libertad de elección de pareja o de convivencia. Sólo una severa deficiencia mental puede considerar el envoltorio más importante que el contenido. Somos cerebros distintos en cuerpos distintos. Aunque en algunos cuerpos resulta bastante dudoso que exista un cerebro.

Que el ministro de Justicia, Ruiz-Gallardón, sea noticia porque no considera que la unión de parejas homosexuales sea inconstitucional es para partirse las nalgas de risa. O para llorar de pena. Creo que la estupidez vulnera el texto constitucional bastante más que la masturbación. Pero es un clásico que de cuando en cuando echen un hueso para roer a ese perro que ni me deja ni se calla, ese perro rabioso de una vieja España con olor a sotana y naftalina. Todos los ciudadanos de este país, de cualquier tendencia sexual, estamos más preocupados por llegar a fin de mes que por saber con quien jode el vecino. La memez de considerar siquiera discutible cómo ejerce cada uno la soberanía de sí mismo, sin afectar al prójimo, o es un ardid para entretener al personal o es el signo de que los conservadores españoles padecen un brote, espero que fugaz, de oligofrenia.

Twitter@JLBethencourt