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Liquidación > Alfonso González Jerez

A mí se me hace cuesta arriba equiparar la sentencia condenatoria que ayer impuso el Tribunal Supremo al magistrado Baltasar Garzón (y que supone, de facto, su expulsión de la carrera judicial) con las exequias de la justicia en España o incluso (lo he leído ya) con el certificado de defunción del sistema democrático. En los últimos años Baltasar Garzón se ha convertido en un icono y transformar en un símbolo a alguien -exaltarlo o denostarlo hasta el delirio, reducirlo a una moneda común entre apologetas o demonizadores- dificulta extraordinariamente, por decirlo con suavidad, comprender su personalidad y sus actitudes. A Garzón le rodea una leyenda que se ha encargado de alimentar el propio Garzón, porque en su expediente profesional se entremezclan algunos éxitos brillantes con muchos fracasos sonados, ruinas procesales que no llevaron a ningún sitio o meros gestos frutos de la casualidad (la detención de Augusto Pinochet en Londres, por ejemplo). En realidad se puede detectar sin problemas el momento en el que Garzón cruzó el Rubicón: cuando vuelve a la Audiencia Nacional chasqueado de la política y reactiva el caso Gal, y se pone a investigar delitos de funcionarios y cargos públicos del mismo Gobierno al que había pertenecido y que servían al mismo presidente que lo nombró secretario de Estado. Es entonces cuando Garzón se decide a deconstruir la figura de un magistrado de la Audiencia Provincial y trasmutarlo de funcionario del Estado a agente ético que privilegia los objetivos sobre los procedimientos. Pero Garzón quiere las dos cosas. Quiere no ser confundido con un meatintas de las puñetas y quiere reconocimiento profesional y social. Quiere estar en misa (y cobrar, sin duda legítimamente, de seminarios internacionales financiados por grandes banqueros) y repicando la justicia universal con su canosa melena al viento de los ciudadanos y los pueblos.

Los magistrados del Tribunal Supremo pudieron invalidar las escuchas entre los sinvergüenzas de la trama Gürtel y sus leguleyos e imponerle una sanción grave a Baltasar Garzón, pero han apretado el código y forzado grotescamente sus interpretaciones con el fin de liquidarlo. Es una venganza de casta, pero no una venganza político-ideológica y, sobre todo, hubiera sido imposible si Garzón no hubiera practicado, como siempre, cierta precipitada, ansiosa, anhelante imprudencia. Después de esto la bestia corporativa, muy probablemente, quedará saciada, y los otros dos casos abiertos contra él se desinflarán rápida o lentamente. Pero la casta judicial no ha aplastado a un juez por ser de izquierdas, investigar crímenes franquistas que no investigó nunca o impartir conferencias, sino por un cúmulo de despechos, celos, hipocresías y miserias ordenancistas volcadas sobre lo que más detestan: un magistrado que ha elevado sobre su condición un pedestal de fama y coronas de laurel ajeno a los oscuros pasillos y despachos de la administración de justicia.