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¿Hay vida inteligente en la izquierda? > Alfonso González Jerez

En una ocasión, hacia 1920, un cursilón le preguntó a Trotsky (era muy leído: a Lenin no se hubieran atrevido preguntárselo) dónde estaba el Goethe de la Revolución bolchevique. Trotsky respondió lacónicamente: “En el Comité Ejecutivo”. Quizás parezca una chulada narcisista, pero no le faltaba la razón del todo. La dirección del partido que gobernaba el extinto Imperio Ruso contó con un plantel de intelectuales muy considerable: Bujarin, Kolontai, Lunacharsqui, el propio Trotsky, por supuesto, que además escribía bien y que, obviamente, se sabía de memoria poemas del señor Goethe. Bien es cierto que pocos años después todos fueron apartados de la dirección, en muchos casos expulsados del partido y en bastantes otros asesinados por orden directa de Stalin. Pero no pintaba mal un equipo dirigente en el que resultaba habitual hablar y leer tres o cuatro idiomas. En su inmensa mayoría eran lectores empedernidos, sabían economía, conocían el darwinismo, habían estudiado psicología, habían aprendido el desarrollo de los movimientos revolucionarios del pasado inmediato y sus contextos históricos y políticos o estaban al tanto de las innovaciones pedagógicas del nuevo siglo. Lenin lo soltaba en las reuniones del comité ejecutivo: “Para entender a Marx es absolutamente necesario estudiar a Hegel, y aquí se ha estudiado poco a Hegel, y así no se entiende a Marx, camaradas”. No cabe descartar que en los trepidantes días de la revolución de Octubre se leyese unos parrafitos de la Lógica hegeliana mientras tronaban los cañones…

Ahora las existencias intelectuales disponibles se encuentran entre Cayo Lara y Llamazares. O entre Ignacio Viciana y José Manuel Corrales si se prefiere una visión pedánea, con algunos esmaltes del profesor Domingo Garí a favor del socialismo autogestionario e independentista abrillantados con una admiración inalterable por la izquierda abertxale y su lucha (a veces, qué triste, lamentablemente sangrienta) por la soberanía de su tierra o de sus genes. Cuando un economista como Alberto Garzón habla en el Congreso de los Diputados como portavoz de la Izquierda Plural sus propios votantes se quedan atónitos. “¿Dé donde ha salido este chico que sabe tanto y lo explica tan bien?”. El joven profesor Garzón representa un relativo exotismo en la izquierda parlamentaria. Con todo lo más grave no consiste en el vaciamiento cerebral de las organizaciones políticas progresistas, sino en la cada vez más constatable derrota cultural e ideológica de los conceptos y estrategias de la izquierda, sean momias leninistas o modernos ecosocialistas, en los espacios públicos, sin descartar el mayor espacio de libertad expresiva y divulgativa disponible: internet, la red de redes. Internet ha podido ser utilizada, y así se hizo el pasado año, como veloz instrumento de organización y, hasta cierto punto, de impulso y debate para y en las manifestaciones de protesta del 15-M. Pero un análisis desapasionado de las webs y los blogs más visitados, linkeados y twuiteados en el universo internaútico apunta a una abrumadora mayoría de referencias reaccionarias, conservadoras o muy tímidamente reformistas, con las matizables excepciones de rigor, como escolar.net. Todavía más preocupante es que esta derrota titubeante en el alero no es ni asumida ni explicada por sus propios protagonistas.

La incomprensión de la victoria de la derecha política y del creciente éxito de la ofensiva cultural conservadora -que no empezó precisamente el pasado mes de noviembre- está directamente relacionada con la estupefacta incomprensión de la derrota de la izquierda política y su pertinaz incapacidad para construir un proyecto alternativo, sea reformistamente socialdemócrata, sea abiertamente revolucionario. Son las dos caras de la misma moneda donde la actual izquierda se sienta y no le llegan los pies al suelo. Resulta más bien aterrador contemplar cómo, en medio de la zozobra, la indignación y la rabia, el debate de las izquierdas se llena y ahoga con los más disímiles cachivaches ideológicos, con tics retóricos reducidos a una insignificancia ululante, con nuevas (y en realidad decrépitas) esperanzas milenaristas, con el embriagador vino pelón de la lucha final. Todo vale para expresar (o eso se cree) un afiebrado desconcierto que a menudo adopta la actitud ceñuda de una estupidez militante: el Che Guevara, Paul Krugman, el cambio climático, Navarro Vicens, la conspiración de magistrados falangistas contra san Baltasar Garzón, bueno y mártir, un vídeo de una entrevista con Saramago, Slavoj Zizek, los enemigos de Slavoz Zizek, la política económica de Obama basada en los estímulos, las soflamas revolucionarias de Hugo Chávez, las banderas republicanas, un exjefe de asesores del Banco Mundial con un premio Nobel pero sangre en el corazón, una diatriba feroz contra el Banco Mundial, el modelo islandés para salir de la crisis económica y ser tiritantemente felices, sobre el que se olvida mencionar el apoyo del Fondo Monetario Internacional a través de un programa de préstamos y ajustes fiscales, presupuestarios y salariales, las maldiciones unánimes contra el FMI, el apoyo de poetas a cinco mil euros la conferencia a la causa del pueblo, la guerrilla semiótica del Subcomandante Marcos, viva Cuba, la denuncia de la casta política como un atajo de criminales, el sufrimiento del pueblo palestino y su simétrica condena bíblica al pueblo israelí, la reivindicación de la política como mundo de Yupi, el apoyo a las energías renovables o el rechazo tridentino a las grandes compañías eléctricas que se enriquecen con las subvenciones a las energías renovables, la virtudes subversivas de Los Simpson, frases enmarcadas de Cortázar, de Gandhi, de Jefferson, de Gibran Kahil Gibran, canonizaciones de Wikileaks, apologías razonables (no fueron tan malos, ¿quién no tiene defectos?) de Stalin, Mao o Kim Il Sum, vindicaciones del crecimiento económico cero y lluvia de fuego sobre la austeridad presupuestaria como una estafa social intolerable. ¿Para qué buscar perlas en este océano de maravillas? Bueno, encontré una preciosa hace pocos días en rebelión.org: “El terremoto fortalece a las mujeres del Japón”. Ya se sabe lo retrasado que es ese país, hasta el punto que ha sido necesario nada menos que un seísmo para que las desdichadas japonesas logren algunos derechos sociales. A ver si peta algún volcán cerca de Kyoto y consiguen llevar finalmente una vida digna que no incluya obligatoriamente el tofu en sus dietas.

Hace décadas quedó destartalado para siempre el modelo de partido de la tradición marxista considerado como intelectual orgánico colectivo: el partido analizaba la realidad con un conjunto de instrumentos y lenguajes teóricos, metabolizaba este saber y lo ordenaba y sistematizada para intervenir en la transformación de la realidad. Como ya dijera Manuel Vázquez Montalbán el intelectual orgánico colectivo se osificó por variadas razones y se transformó en un idiota orgánico colectivo, idiota tanto más perfecto cuanto ignoraba su propia idiotez. La izquierda necesita el saber para denunciar y desarticular la cultura del desorden y de la explotación.

A la izquierda le urge aprender de nuevo registrar analíticamente la realidad y no refocilarse en una humeante sopa minestrone de indignaciones, frustraciones, redentorismos, impotencias y atavismos. Las imprescindibles convicciones morales no suplantan la lucidez teórica ni extienden la urgencia de una conciencia emancipatoria ilustrada.

Hace bastantes años ya un escritor español, Xavier Rubert de Ventós -sí, fue parlamentario socialista y todo- lo apuntó certeramente: “ser progresista es enfrentarse sobre todo a los propios prejuicios y no a los ajenos; a los espejismos vigentes y so solo a los fantasmas trasnochados, no tratar de hacerse un pasado a la medida de las propias convicciones personales, intereses intelectuales o compromisos teóricos, sino intentar ser objetivos con nosotros mismos y subjetivos con los demás; es saber que, si en la adolescencia podemos aún afirmarnos y definirnos frente a los otros, a partir de cierto momento sólo es lícito ya hacerlo frente a uno mismo; es reconocer, en fin, el coste de todo avance, la ambivalencia de todo progreso, el desencantamiento a toda racionalización, la relatividad de toda superación”. Indignarse es una señal de salud cívica, democrática y hasta corporal. Aprender, pensar y compartir un conocimiento crítico a través del diálogo, en cambio, es un objetivo de vida o muerte para las izquierdas.