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Agapita Abraham > Luis Ortega

La evocación de un cenobio del Algarve donde admiré textiles y paños litúrgicos, sabiamente restaurados por las clarisas, me puso en la fecha de ayer -8 de mayo, Día de la Mujer- y me devolvió a horas tristes y a personajes que dejan huellas profundas en su ámbito. Retornó la visión del tanatorio, sitios hechos para el duelo, como alternativa al tamaño de los hogares y donde nos reconocemos en el sentimiento afectados. La sociedad del bienestar surgió como un suspiro, duró lo que tal y dejó, tras su caída, impagos de créditos de riesgo, dados por unos y aceptados por otros, con paro, hambre y desesperanza en cuotas inéditas, recortes sociales, ajustes y amenazas de nuevas vueltas de tuerca. En ese escenario, revivimos la vuelta a la infancia, y la nostalgia se filtró a través del cristal del cubículo funerario -donde se acomodan los usos y los ritos y que, ya lo dijimos, evita los inconvenientes domésticos- ante la serenidad de una octogenaria dulce y enérgica que, hasta el final de sus días, se aferró a la vida, anclada en el amor de la sangre, hijos y nietos, hermanos con los que compartió pan, privaciones y alegrías y parientes que disfrutaron de su ánimo, generosidad y señorío. Han pasado cuarenta años del volcán Teneguía y, con sabor amargo y eficaz, reaparece la infusión de centaurea y barba de millo, cocinada por la tía guapa y dispuesta -Agapita Abraham Rocha (1922-2011), gemela de mi madre- llevada puntualmente por los primos Toño y Dolores, que, junto a las órdenes médicas, sirvió para sanar la intoxicación de un imprudente. A los valores de varias generaciones femeninas que aliviaron, con ingenio y agrado, las carencias, la tía sumaba -como descubrí en la muestra de las franciscanas portuguesas- una prodigiosa técnica para salvar el roto o la quemadura de un tejido, convencional o valioso, retornando a la urdimbre. Algo de eso hizo con las vidas de quienes la conocieron y quisieron; descubrió la estructura elemental que nos sostiene y demostró que la bondad, la comprensión, el respeto forman la trama íntima de la buena gente a la que representó sin saberlo. Queda el lenitivo grande de su estancia entre nosotros y el vacío compartido con sus hijos y sus descendientes, y con quienes tuvimos la suerte de encontrarla en nuestro camino. Las vidas ejemplares, los paradigmas, nos rodean afortunadamente, pero la prisa y los intereses inmediatos en muchas ocasiones los solapan. Se trata de mirar con justicia y sosiego para encontrar premio seguro.