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Mientras el paro aumenta sin otra atención que la reforma contable, mientras los ciudadanos aguardamos con el alma en vilo las sentencias apocalípticas sobre las malas calificaciones de la deuda española y los bancos reflotados con dinero público no sueltan un duro de crédito y los grandes partidos se enzarzan en un agrio debate sobre manifestaciones y secuelas de violencia callejera, el calendario nos recuerda la efeméride del nacimiento el 14 de marzo de 1879, en Ulm, Alemania, de Albert Einstein (1879-1955). Uno, que es de letras, malas si se quiere, recuerda, más allá de su estatura científica y su influencia en la nueva concepción del mundo, su elemental y radiante sentido común. No fue un niño prodigio y su talento precoz fue una auténtica sorpresa para sus compañeros de la Oficina de Patentes de Berna, previa una primera nacionalización suiza, porque acabó en Princeton, Estados Unidos, cuando el coloso mundial se empeñó en el fichaje de cerebros privilegiados, artistas de todas las facetas y voluntades útiles para su crecimiento. En 1905, cuando, como “físico chupatintas”, se dedicaba a calificar los trabajos ajenos, publicó su trabajo de la relatividad especial, en el que encajó un marco sencillo, fundamentos enunciados por Poincare y Hendrik Lorente; en ese mismo año editó otros libros sobre estadística y mecánica cuántica. En 1915, entre el escepticismo mayoritario, presentó la Teoría de la Relatividad General, que abría nuevas ventanas al conocimiento de la formación del universo. Cuatro años más tarde, sus teorías sobre la curvatura de la luz se confirmaron con las observaciones británicas de un eclipse solar y Einstein, “un hombre extraordinario que se comportaba con la sencillez de un obrero”, se convirtió en un fenómeno de masas, idolatrado por la prensa que lo trató como “un profeta de la razón que siempre estuvo ahí”. En 1921 fue distinguido con el Premio Nobel por sus explicaciones sobre el efecto fotoeléctrico y “su notable contribución a la física teórica”. La relatividad no fue siquiera mencionada, acaso porque el comité de evaluación de la Academia Sueca “aún no la había entendido”. Conservo, desde los años de bachillerato y junto al inevitable Tesoro de la Juventud, una biografía elemental de nuestro hombre, recuperada para un trabajo escolar de los chicos, y en la que destacan sus frases de las que selecciono, para esta coyuntura y porque constituye un serio aviso a navegantes: “Los estómagos vacíos son malos compañeros para los políticos”.