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De gorilas y hombres > Carmelo J. Pérez Hernández

Esta semana hemos leído-visto-oído una noticia científica que, en medio de la locomotora de quiebras, crisis, atentados, asesinatos… sin embargo ha conseguido abrirse un hueco en la enfermiza primera plana de la actualidad. Me refiero a los resultados de la investigación del código genético de los gorilas, cuyo 1% aún inédito ha sido finalmente descifrado por los científicos. El 99% que ya conocíamos era prácticamente idéntico al nuestro, al de los humanos, y nos convierte en primos hermanos de tales macacos. Cabía pensar, por ello, que en esa minúscula porción de genoma aún inexplorada se encontraba el secreto de lo humano, los datos que sentencian por qué nosotros somos hombres y ellos se balancean todavía entre las lianas de la selva, y así seguirán haciendo hasta el fin de sus días. Pues resulta que no. Que ese 1% también guarda grandes similitudes con nuestros propios secretos genéticos. O, lo que es lo mismo, que en la cadena evolutiva nosotros nos ubicamos por encima de los simios por razones que no responden a la mecánica física o química de nuestros genes. El misterio del hombre, de lo humano, sale reforzado una vez más tras mirarse a los ojos la fe y la ciencia.

Aún cuando resulta impepinablemente cierto que esta carne nuestra es el fruto de un largo proceso evolutivo -nosotros decimos que puesto en marcha por Dios-, es igualmente verdad que un acontecimiento más allá de la pura matemática científica nos llamó a ser distintos, irrepetibles, extraordinarios. Somos la excepción dentro del hermoso baile que es la evolución del universo y de cada una de sus partes.

Lo humano es distinto, nos dice la ciencia. Lo humano es sagrado, nos confirma hoy la fe en las lecturas que se proclaman en misa. Por eso, a los humanos se dirige la palabra de Dios proponiéndoles un itinerario de felicidad que pasa por respetar a Dios, a los demás y a uno mismo. Eso, y no otra cosa, son los mandamientos.

Porque la esencia de los humano no está en los genes, porque lo humano es hermano de sangre de lo divino, por todo eso es sagrada la vida y son santos los amaneceres. Al alba, somos los únicos capaces de alzar los ojos más allá de nuestras perentorias necesidades y de sabernos y celebrarnos hijos del que es eterno. Nosotros, al caer el sol, somos los únicos capaces de recoger la mirada y hacer un brindis al dueño de las estrellas. Nos hace distintos, sagrados, la llamada que un día se nos hizo para conocer a Dios y mirarle a los ojos. Se nos preñó entonces con sed de eternidad y se nos regaló un lugar donde hacer un altar a Dios, alma llaman algunos a ese lugar.

Y es así, acariciando sólo de lejos el misterio de lo humano, cómo pisamos fuerte en este mundo durante esta cuaresma, más allá de una malparida crisis, porque nos estremece el hecho de ser mucho más que el resultado de una combinación de genes al azar. Lo siento, primo gorila, pero a nosotros nos llamaron por nuestro nombre hace ya mucho tiempo. Eso nos hizo distintos entonces y nos mantiene en el empeño de ser distintos cada día.

@karmelojph