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El arte de la influencia > Rafael Alonso Solís

Leer o releer a Bloom resulta una experiencia genésica similar a la de hacerlo con Ferlosio o con Montaigne. Aunque sea a salto de mata o de frase, saltándose las líneas o combinándolas según un azar ignorado, un recorrido que se descubre de improviso y que nos lleva al final del laberinto sin haber tenido la sospecha de su diseño. Al fin y al cabo, se lee como se puede, al igual que se torea como permite el cuerpo -tal como ya explicara Juan Belmonte-, como se mueven las manos y al compás que marca la cadera. Si se trata de la obra literaria, insiste el viejo crítico del Bronx en el carácter poliédrico de la influencia, en la que los nuevos inspiran a sus predecesores, tal vez sin saberlo, y en la que la totalidad de la literatura es como un poema global que se desenvuelve a retazos, que se desborda a través de múltiple versos, puede que para acabar reunidos otra vez en la fuente original, en la oda permanente que reposa en el fondo del mar, en la rima perfecta y definitiva. Otra manera de verlo es aceptar que todos los escritores sean uno solo, que se multiplica en formas infinitas, que se manifiesta según las condiciones del instante, o que se desdobla a medida que ingiere dosis mayores de un bebedizo tan infernal como divino. Se nos escapa, sin embargo, si los diferentes autores mantienen alguna relación con el punto de partida, si se contemplan desde lejos mientras escriben, o si, separados ya de la letra mágica, de la palabra de la que parte todo, actúan cada uno por su cuenta, sin referencias conscientes, toda vez que se han convertido en actores de sí mismos. Debe resaltarse que, con grados diversos de trascendencia, es posible observar esta suerte de panteísmo creativo en todas las manifestaciones de la actividad humana, incluso en las más prosaicas. No lejos de la esfera del arte popular, es difícil afirmar si Muhammad Ali aprendió la esquiva tras contemplar los viejos videos de Ray Sugar Robinson, o si fue éste el que atisbó, entre licores de madrugada y lamentos de trompeta, el juego de piernas que el primero mostrara años después en el Garden. Tampoco sabemos si fue Woody Guthrie quien inspiró a Dylan las esencias del folk de carretera, o si el bardo de Oklahoma fue quien adivinó, con cierta antelación, el ritmo que el de Minnesota acabaría encontrando en los garitos de Manhattan. Hasta en los extremos inferiores de la escala, como en los discursos de garaje, es posible observar el fenómeno, si bien aquí las influencias suenan a remedo vulgar, y las coincidencias más parecen un ejercicio de plagio falto de cocción, que una muestra de genio creativo.