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Conozco a Cubillo desde el día que bajó de la escalerilla del avión de Argel asido a un ejemplar de la Constitución, como quien se aferra el pasaje de su último tren. Desde entonces, pero también desde antes, cuando pegaba la oreja a los transistores para escuchar su feria de godos, cuernos y tractores, he sentido en él la inconfundible pulsión que convierte a los hombres cuando todavía son jóvenes en prisioneros de su propia megalomanía. Todos tuvimos sueños de juventud y la vida se encargó de ajustarnos las cuentas…, pero su sueño, el sueño de Argel, fue apenas una canongía temporal de jacobino mantenido: por no servir para nada, todo aquel griterío no sirvió siquiera para mejorar las condiciones de nuestra negociación con Madrid cuando se discutía el futuro de la Autonomía, sino más bien al contrario. Su tinglado nos asustaba más a nosotros que a los de afuera: demasiado ruido en las salas de estar del turismo europeo en un tiempo crítico, y el accidente fatídico de los dos jumbos cuya sombra de duda debe llevar este hombre sobre su abrasada conciencia. Y poco más: la pólvora no siempre mojada de su ejército guanche hizo daño diferido al turismo, y supuso además cientos de millones malgastados por la diplomacia española comprando votos de caudillos africanos en las sesiones matinales de la OUA.

El sueño de Argel terminó cuando a Argel le convino y entonces a él le taparon la boca sin molestarse siquiera en explicarle lo importante que era el contrato de gas natural. Le dieron mismamente por saco con la misma bajeza con la que lo usaron para cobrarse lo del Sahara. Después, vino la primera chapuza asesina de nuestro terrorismo de Estado, y él quedo herido en un zaguán, tullido para siempre y encima sin pasar a la historia ni a su catálogo de mártires. Y tras el horror, el cuento: durante unos meses él y sus muletas volvieron a colarse en los reportajes europeos de las seis y media, pero su fábula de patriota hacía aguas. Sin la protección argelina se quedó más sólo que la una, viviendo de prestado en Canarias, escribiendo sobre lingüística bereber en El Día y agitando de vez en cuando su saco agujereado de esencias africanas. Desde ahí fue rescatado como testigo ante los tribunales en los juicios con los que José Rodríguez castiga a quienes critican su periodismo xenófobo con los de fuera y los de dentro. Cubillo se convirtió entonces en asesor de la causa editorial del independentismo: es la sombra tras el discurso amazig/nivariense.