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El loro > Miguel L. Tejera Jordán

Hubo una vez un viejo barco velero que, haciendo caso omiso del mal estado de sus cuadernas, decidió hacerse a la mar para revivir experiencias de su añorada juventud. Sin embargo, al poco de separarse de la línea de costa, el bajel fue sorprendido por una horrible tempestad. Las olas atacaron con frenesí toda su estructura, barriendo la cubierta de proa a popa, golpeando con inusitada energía desde la roda al codaste, penetrando con violencia por las amuras de babor y de estribor y saliendo por las aletas, con tal ímpetu, que no respetaban nada a su paso, ni marinería, ni pertrechos.

Aunque el bajel se puso a la capa, el bauprés no dejó de morder la superficie del mar, a la par que todos y cada uno de sus palos, desde el trinquete al popel, rasgaban la niebla con sus bandazos, presagiando que el maderamen no tardaría en romperse, en pago de tan irresponsable atrevimiento. Mientras los marineros se agarraban a cualquier cabo suelto de los que merodeaban por el castillo, o por las escalinatas de los alcázares, un loro, subido a lo alto del palo mayor, por encima de la cofia de los vigías, repetía, hasta la saciedad, una misma cantinela: “¡Jodeos, jodeos!”, decía. Y así una y otra vez, para terror de cuantos seres vivos aguardaban su terrible suerte a bordo.

Desde el capitán al grumete, toda la tripulación miraba a lo alto, maldiciendo al loro, propiedad del cocinero, a quien más de uno habría arrojado con gusto al fondo de la olla de su dueño, si se hubiera presentado la ocasión.

Pero la ocasión no estaba por presentarse. Antes al contrario, las ráfagas del viento, ya huracanado, no hacían otra cosa que doblegar con saña todo el velamen, rasgando las gavias, desprendidas de sus respectivos masteleros.

Los hombres se encomendaban a Dios, hincando la rodilla, mientras se rompían en múltiples astillas las maderas de la línea de crujía. El ruido se volvió ensordecedor. Y nadie escuchaba nada, más que el silbido del viento y las horribles voces del loro, que no se cansaba de repetir: “¡Jodeos, jodeos!” Fue entonces cuando, un último y certero golpe del mar, abrió un enorme boquete por debajo de la línea de flotación de un bajel irremisiblemente herido de muerte. El agujero dejó paso franco al agua, que comenzó a inundarlo todo. El puente, la cubierta, fueron cediendo bajo el peso del líquido que se iba acumulando. Y el bajel se fue hundiendo poco a poco, tragándose a su tripulación, sin que pudiera salvarse ninguno. El loro, en lo alto del palo mayor, por encima de la cofia, comenzó a ver cómo las olas subían a su encuentro. Desconfiando de la aparente seguridad que le proporcionaba su frágil refugio, contemplaba, con horror, el futuro que a sus plumas aguardaban. Aconteció, entonces, que las frías aguas del piélago acariciaron las garras de sus afiladas patas y que el plumaje comenzó a mojársele.

Finalmente, con el agua al pico, únicamente los albatros escucharon decir al loro: “¡Diantre, nos hemos jodido todos!”; “¡nos hemos jodido todos!”

Mariano se despertó bañado en sudor frío. Como buen gallego, siendo niño gustaba jugar con pequeños barcos veleros. Y, además, en su casa de Santiago, cuidaban de un loro. En sueños, creyó verse sentado, rascándose la barba sobre un pecio sumergido. A su lado, agarrado al hombro izquierdo, se posaba un loro.

¿O era tal vez una gaviota?