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El síndrome > José Miguel González Hernández

En 1973, en la ciudad de Estocolmo y en un asalto bancario, los ladrones retuvieron a los empleados del banco durante varios días.

Al momento de la liberación un periodista fotografió el instante en que una de los rehenes y uno de los captores se besaban. Este hecho sirvió para bautizar como síndrome de Estocolmo ciertas conductas extrañas que demuestran afecto entre los captores y sus rehenes. Este fenómeno ha sido tan tergiversado que se piensa que es una especie de enfermedad que les pasa a todas las personas que atraviesan por una situación de cautiverio. Este síndrome es considerado como una de las múltiples respuestas emocionales que puede presentar una persona a raíz de la vulnerabilidad y extrema indefensión que produce la pérdida del control sobre su propia vida, presentándose cuando una persona identifica inconscientemente con su limitador de libertades, ya sea asumiendo la responsabilidad de los actos, físicos o morales de que es objeto, o adoptando ciertos símbolos de poder que los caracterizan.

Cuando alguien tiene unas determinadas condiciones laborales sin que pueda negociar ni opinar sobre ellas y permanece por un tiempo en la empresa, para sobrevivir, termina por generar una corriente afectiva hacia el lugar de trabajo.

Esta corriente se puede establecer, bien como nexo consciente y voluntario por parte de determinada clase trabajadora para obtener cierto dominio de la situación o algunos beneficios, o bien como un mecanismo inconsciente que ayuda a la persona a negar y no sentir la amenaza de la situación. Es comprensible, bajo estas circunstancias, que cualquier acto humano que se le escape a determinadas empresas pueda ser recibido con un componente de gratitud y alivio apenas natural.

Para detectar y diagnosticar el síndrome de Estocolmo, hay que analizar si la persona ha asumido inconscientemente las actitudes, comportamientos o modos de pensar de los que lo han contratado como si fueran propios. Es importante que se pueda reconocer lo que les está sucediendo y entiendan tanto emocional como racionalmente cuáles son las posibles reacciones que surgen como respuestas a un evento avasallador. Sabemos que existen condiciones de trabajo o estilos gerenciales que se muestran hostiles, inadecuadas e incluso reprochables. En este caso no existe un sometimiento exhaustivo por un tercero, entre otras expresiones asociadas a éste, por el contrario ha ingresado por su entera voluntad y se mantiene atada a ese escenario por dependencia económica, principalmente.

Las razones que pueden llevar a tal comportamiento hay que centrarlas en las pocas posibilidades de encontrar otro tipo de empleo en la actualidad. Hay situaciones en las que, con el tiempo, terminas acostumbrándote porque se te hace creer que no hay otra opción. A todas horas se te repite a modo de cantinela: “Mejor esto que nada”.

Es lógico que perder un trabajo puede darnos miedo. Pánico, diría yo. Pero perder la dignidad, o ponerla en juego, en el lugar donde más tiempo pasamos de nuestras vidas debería avergonzarnos sobremanera. Procuramos evolucionar sobre la base del bienestar compartido. Siempre he definido la felicidad como la capacidad de poder elegir. Bajo esta concepción, ¿tiene oportunidades de hacerlo? Si su respuesta es sí, felicidades. Si su respuesta es no: ¿qué o quién se lo impide? Porque ya lo dijo Baltasar Gracián: “Nunca pelees con quien nada tiene que perder”. No digo más.

José Miguel González Hernández es Director del Gabinete Técnico de CC.OO. de Canarias