Elsa López>Luis Ortega

Alfonsina tuvo, perdón, tiene un epílogo feliz, hecho de inteligencia, solidaridad y piel, que a mí, como a tantos otros, me han permitido sostener y modular su imagen durante varios décadas. Desde que una noche de frío y vino con vino, con transformación de letra incluida, se la oí al minuto. Al día siguiente, aplacé tareas puntuales y busqué y hallé un vinilo de Mercedes Sosa con la marcha triunfal de la poetisa -sí, poetisa ¿pasa algo?- por la eternidad marina.

Con letra de Félix Luna, que aleó metáforas de la tierna suicida y palabras propias y música del gran Ariel Ramírez, la samba fue un recurrente en las reuniones de amigos y la Storni (1892-1938) creció como sombra, mucho más que como autora, inmersa en la ola de Rubén Darío y con chispeantes facultades imagineras -“aguilas negras en atroz bandada / apretaban las nubes de mi nunca”- ¿verdad, Elsa? Actriz aficionada, colaboradora de revistas literarias, maestra rural y poeta en Buenos Aires, la muerta de las más bellas elegías, fue operada de cáncer de mama en 1935 y tres años después, animada acaso por el suicidio de Horacio Quiroga -“Morir como tú, en tus cabales / y así como en tus cuentos no está mal / Un rayo a tiempo y se acabó la feria”- se tiró de la escollera o entró despacio, como una nereida convencida en las aguas celosas del Mar del Plata. A favor de su querida memoria, el redondo y esperanzado epitafio, la evidencia de una eternidad poblada de sirenas y fosforescentes hipocampos que cabalgan sobre maravilla sólo asequibles a los valientes y soñadores; en contra de su obra y de su esfuerzo, de su protagonismo feminista en la cosmopolita capital donde residió sus últimos años, ese aura que rodea a los seres singulares que son capaces de sorprendernos cuando tenemos encallecidos los asombros.

A modo de carta, escrita en primera persona y, como Félix y Ariel, encarnándose en la protagonista, rayo constante, tierna y peleona, Elsa López verbaliza, con prosa pulida y biensonante, sensaciones, alegrías y miedos que sólo una mujer registra y sólo una mujer es capaz de contarlas, sin concesión alguna al dato o el chisme -complementos circunstanciales y cemento de la novela- y con la amenidad que nos impone la lectura de un tirón. Ambas, el personaje que fue persona y la autora que nos lo recuerda, están hechas de un material que se completa con la luna y, por eso, salen a la calle a buscarla y, algunas noches, la encuentran.