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Ensayo sobre la ceguera > Jorge Bethencourt

Los coches, con las puertas abiertas, colocados de cualquier manera, siembran el paisaje de la calle desértica. Por el suelo, cristales rotos de los grandes ventanales de las tiendas, maniquíes, sillas, basura… Un perro macilento cruza el asfalto, se detiene con las orejas tiesas y luego se desliza velozmente por el hueco de un escaparate. Por la esquina de la calle aparece una larga hilera de personas. Cada una con la mano en el hombro de la siguiente. Parecen ciegos que siguen a un guía que encabeza la marcha. Una cuerda recorre la fila, pasa por la cintura de cada invidente y hace que, desde lejos, parezcan una extraño gusano lleno de pies inseguros. El guía les va avisando en voz alta. ¡Cuidado, un bordillo. La marcha sigue y el guía se golpea contra uno de los vehículos abandonados en mitad de la calzada. ¡Cuidado, un coche! advierte.

El perro les mira con curiosidad desde la oscuridad de la tienda. El sol cae a plomo, como el chorro de un soplete, sobre los sudorosos caminantes. Apenas corre una pequeña brisa consoladora. “Dios mio, Dios mío. ¿Qué nos espera?” solloza una de las mujeres que arrastra los pies y mira, con ojos que no ven, hacia el cielo. “¡Calla, mujer! Tenemos que buscar comida. Eso es lo que tenemos que hacer. Seguir adelante hasta que encontremos comida”. El hombre de voz áspera habla con un tono de resignada amargura.

El guía sigue adelante y pasa por delante de un enorme supermercado. Por los cristales, aún intactos, se divisan largas estanterías llenas de botellas de agua, latas de cerveza, enlatados y embutidos. Las enormes puertas del comercio estan abiertas como un sugerente bostezo. El guía y sus seguidores pasan por delante con paso cansino y siguen hacia el fondo de la calle. “Me pareció oler a comida” susurra uno de los últimos de la fila. “Es el hambre que tenemos. A mi también me lo parece a cada rato” le contesta otra mujer. Risas. Y la caminata sigue acercándose a una acera que bordea un pequeño jardín y una pendiente acusada que lleva hasta el cauce del río. El guia atraviesa al jardín, pasa la acera y se desploma ladera abajo, hacia el agua, arrastrando tras de sí a la larga hilera de invidentes. “¡Cuidado… Barranco… Agua!” grita cuando ya todos se desloman, chillando, por la pendiente. “¡Mariano… Maldita sea. Pareces que estás ciego como nosotros” grita indignado un de los invidentes. Y Mariano, con los ojos cubiertos por un velo blanco, vuelve a gritar. “!Hay que ir hacia la orilla. Seguidme, que soy economista!”

Twitter@JLBethencourt