después del paréntesis>

Escribir el sentido> Domingo-Luis Hernández

Supe que hacia finales de los 60 se sentó en su Fiat 600, arrancó y condujo desde Vecchiano, Pisa, hasta Madrid. Lo perseguía una obsesión: Las Meninas. Era perentorio resolver el misterio que lo sojuzgaba ante la tela del Prado. Quería saber si el pintor pintaba lo que decía pintar, satisfacer el desconcierto que propone esa absoluta explicación del Barroco.

¿Qué encontró el hombre que fue escritor en ese lienzo? Un asunto sustancial para su futuro: el personaje que se apresta a salir en el fondo del lienzo y que, antes de traspasar la puerta que da a la luz, mira hacia el interior. Ese personaje de Las Meninas es quien conoce la historia, es el que sabe si es verdad lo que propone Velázquez o si es pura ficción, si es repetición o es invento. Lector y creador.

No es extraño que con esa perspectiva quien fundó su porvenir con una primera novela (Piazza d’Italia) de alto contenido político someta la segunda etapa de su escritura a dos palabras axiomáticas: el revés y el equívoco.

Y supe que, asimismo, se dispuso a descubrir una ciudad del extremo oeste de la Península, Lisboa, porque por sus calles paseó otra zozobra suya descubierta en el París de su juventud: Fernando Pessoa. Pessoa lo retuvo en traducciones y páginas y más páginas de investigación; la ciudad se convirtió en su ciudad.

En Lisboa vivía María José, luego su mujer, que lo siguió a Italia, lo acompañó en la universidad de Siena y concibió sus dos hijos. Y en ese trayecto extremo se desvela el revés del escritor: el más preclaro autor de la modernidad en Italia se ve impelido a componer un libro sobre la personalidad perseguida y admirada de Pessoa que se llama Requiem. El asunto no es que esa novela la escribiera el autor en portugués, siendo italiano, la cuestión es que la edición de su país de origen la tradujera un profesional distinto a él.

Cuando me comentó que el resultado era deficiente e incluso distraído, le pregunté por qué no reescribió él la novela en su lengua materna. “Cada libro soporta su idioma”, me contestó, “y Requiem es original y definitivamente en portugués. Si lo hubiera rescrito en italiano, hubiera traicionado su valor”.

Supe por su voz que cargaba con una enfermedad perniciosa, la depresión. Por ella decidió viajar solo a la India para ajustar su identidad problemática, esa que le hizo escribir El juego del revés, Pequeños equívocos sin importancia, la sustancial y extraordinaria La línea del horizonte… Partía de una convicción: la cercanía confunde porque te multiplica en las miradas conocidas. Luego, es necesario cumplir con el rigor de Ulises para contemplar rostros nunca vistos, oír idiomas antes jamás escuchados y descubrirte a ti mismo. Esa aventura dio a la estampa una de las mejores novelas europeas de todos los tiempos: Nocturno hindú.

Una vez sonó el teléfono en mi casa. Era él. Se encontraba en París y quería desahogarse a propósito de la usurpación política y moral de un tal Berlusconi. Por el temblor de la voz, supe del cambio: resistir, manifestar, permanecer unidos. Esa actitud dio con su novela más conocida, admirable por lo que es, lo que contiene y lo que manifiesta: Sostiene Pereira.

Conocí por su propia voz que lo privativo de la escritura (como lo privativo de los hombres) es las preguntas no las respuestas. Luego iluminó su porvenir porque es una vileza aceptar sin respuesta las posiciones impúdicas. Es decir, rechazó la acomodaticia maniobra de intelectuales como Eco a quienes el oficio de guías indios que conducen al Séptimo de Caballería hasta los campamentos de su pueblo los libra de intervenir. Conocí que cuando el escritor peleaba era contundente. Eso lo viví de manera directa por su enfado con José Saramago, y eso lo gocé en primera línea por la polémica italiana a propósito del encarcelado activista político Adriano Sofri que dio el excepcional La gastritis de Platón.

Coincidí con él por primera vez en el año 1991, el año en el que lo invité a Canarias para participar en el ciclo Escritores ante el final de siglo. Vino con el propósito de comprar una cámara Nikon para su hijo, que pretendía ser fotógrafo y lo logró. Fue el tiempo en el que me dijo que nada en este mundo tiene sentido sin la exigencia, la claridad y la contundencia ética. Y fue el tiempo en el que me dijo que ninguna novela tiene final porque sólo la muerte contempla ese sentido, pero ningún hombre lo puede explicar como experiencia propia, ningún escritor la puede escribir.

Hace apenas una semana murió. Un gran amigo, una extraordinaria persona y un insustituible escritor: Antonio Tabucchi.