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La actitud de Jorge Luis Borges frente a la muerte es conocida. Creyó y defendió que un ser humano no debía de vivir más de 40 años. Él, que nació en el año 1899, vivió 87 años. ¿Una vida feliz? En buena parte sí, por su familia directa (sus padres, su hermana Norah y su abuela), por el recuerdo de sus abuelos heróicos, por su dedicación (la lectura y la escritura), por sus sueños, por sus proyecciones (el coraje, el honor y el puñal), por su elección (fundamentalmente Buenos Aires) y por la resolución de vivir en el pasado porque los únicos paraísos no prohibidos al hombre son los paraísos perdidos.

Borges fue un absoluto agnóstico que miró la vida por las categorías que le enseñaron: la sinceridad, la responsabilidad, la entereza ética y el concilio incondicional con la realidad. Afirmó que, cuando desapareciera de este mundo, desaparecería todo. Nada de espíritus, nada de alma para un Dios creado por los hombres: materia que nace, crece, muere y desaparece. Que el tiempo es nuestra condena, es cierto; pero también es la materia de nuestro ser. Eso lo aprendió Borges de su adorado Schopenhauer. Borges y Schopenhauer se comprendían porque compartieron que la vida es lo que es, no subterfugios, no refugios sin sentido como los que ponen a los pies de los hombres las religiones.

Una de las capacidades de los hombres es pensar; otra crear. Con la una se sabe muerto porque los seres humanos somos las únicas criaturas de este mundo capaces de descifrar la muerte. Con la capacidad de crear no solo nos permitimos los seres humanos fundar mundos alternativos, tan reales como los mundos reales, sino estampar mundos independientes, suficientes en sí mismos. Y también vencer el tiempo. Hamlet, Las Meninas, el Quijote o El Aleph contienen la virtud que oponía Spinoza a lo que existe: ser siempre lo que se es (la piedra piedra, el tigre tigre) a pesar de que el tiempo ruede en su entorno. Borges asumió esas categorías por vía directa: el agnosticismo de su padre que fue su agnosticismo, la disposición de sus abuelos militares a aceptar el destino aunque los condenara a desaparecer (como le ocurrió a su abuelo paterno Francisco Borges Lafinur, al que recordó su nieto por su muerte romántica), morir por lo que se ama no matar lo que se quiere, o el pragmatismo de su abuela inglesa Fanny Haslam, que cierta vez le preguntó a Borges por la edad que la ocupaba y cuando oyó 90 años dijo: “Georgie, creo que me he pasado”. Murió a los 93. Las condiciones vistas no hacen a un hombre feliz; lo hacen hombre y eso bastaba para Borges. ¿Y qué más? La tajante fidelidad en Borges es equiparable a los desequilibrios que nunca ocultó, cual puede leerse en Emma Zunz. Su complejo de Edipo, la radical presencia de la madre, es uno de esos síntomas.

Me lo contó alguien al que no puedo nombrar; me dijo que a la edad en la que los chicos han de comenzar a ser hombres, Jorge Borges, el padre de Borges, llevó a su hijo al lecho de una mujer para que lo instruyera. Luego Borges supo que el regalo lo fue con la amante de su padre. Padre y madre; padre en su funcionalidad de macho, madre engañada y poseída por el padre. No es extraño que Borges al referirse a la cópula la nombrara así: “eso que alguna vez sospechamos nuestro padre le hace a nuestra madre”; y que repita: “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”.

Xavier Rubert de Ventós contó en el dominical de El País que visitó a Borges en su casa de Maipú. Lo recibió encantado, hablaron largo y tendido y en un momento Borges lo invitó a contemplar la habitación de su madre. Había muerto hacía más de un año y la estancia permanecía intacta, con todos los objetos en su lugar, un espléndido vestido extendido sobre el lecho. Y cuenta una antigua novia de Borges que cierta vez le comentó que o hacían el amor o su historia acabaría. Borges la invitó a cenar. ¿Por qué?, le preguntó. Porque no te produzco asco, fue la respuesta.

Borges vivió pegado a María Kodama los últimos años de su vida. Se casó con ella en abril de 1986 y murió en junio de ese año. ¿Qué ocurrió? Yo soy del bando de Buenos Aires (Vázquez, Piglia…) que detesta los manejos de María Kodama, La China, como allí se conoce. Pero ese es otro cantar.

El cantar es Borges, el hombre que decidió cambiar los homenajes y honores del Estado, el ser enterrado en Chacarita con los próceres de la patria, por vivir intensamente los últimos años de su vida al lado de una muje
r que sustituyó a la madre, que lo cuidó, que lo alabó, que lo paseó por el mundo, que lo llamó marido y que lo enterró en Ginebra.
María Kodama cumplió. Borges cumplió cediéndole sin excusas lo único que le queda a algunos hombres después de desaparecer de este mundo: su obra. Una elección poco meritoria para algunos; mas elección a la que este hombre genial (como persona y como escritor) tuvo derecho.