Mi derecho a tener derechos > Saray Encinoso*

Tony Judt se pasó treinta años escuchando a sus alumnos decir lo mismo. “Para ustedes fue fácil: su generación tenía ideales, podía cambiar las cosas. Nosotros (los hijos de los 80, los noventa, del 2000) no tenemos nada”. ¿Por qué?

Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, Europa era un territorio devastado por la violencia. El alto el fuego no trajo la tranquilidad: nadie se llegaba a sentir del todo seguro. En menos de 50 años el continente había vivido dos sangrientos conflictos, uno detrás de otro, que no dejaban mucho espacio para la esperanza. Fue en ese contexto cuando empezaron a surgir los sistemas de protección social que hoy conocemos. Tributación a cambio de seguridad. Y funcionó. Es cierto que el mundo cayó en una larga guerra fría donde las dos superpotencias batallaban de otra forma, y también que la carrera nuclear fue la mejor técnica de disuasión posible, pero nadie duda hoy de que el papel de los estados del bienestar fue fundamental en la construcción de la paz. Eso no acabó con la disidencia. Hubo jóvenes que se dieron cuenta de que todo no estaba hecho, de que el comunismo y el capitalismo oprimían a ese Tercer Mundo que se alineó en Bandung, y de que la equidad, para muchos, aún quedaba muy lejos. Los negros, los estudiantes, las mujeres y, más tarde, los homosexuales, se habían quedado en la cuneta: había que defender la igualdad de oportunidades. El problema fue que, en el camino, esta batalla por la igualdad se transformó en una lucha por el individualismo, por la identidad. Y ya se sabe lo que ocurre con las identidades: en exceso, pervierten la búsqueda de objetivos comunes.

Así y todo, durante las décadas que siguieron al fin de la guerra, había ideales claros que uno podía seguir con entusiasmo y devoción. Los estados del bienestar, mejor o peor, seguían dando cobijo. Esas generaciones no tenían miedo. Al menos no el miedo que hoy sentimos, esa inseguridad, esa certeza de que viviremos peor que nuestros padres y de que nadie nos ofrecerá una alternativa real a la que aferrarnos. Esa sensación de que vamos a tener que salvarnos solitos, sin ayuda de nadie. Y de que lo único que conseguiremos será sobrevivir a duras penas.

Cuando miles de jóvenes ocupamos la plaza de Sol -apodada esos días la Plaza de las Soluciones- el mundo sonrió. Luego llegaron las preguntas. Nos decían que no bastaba con indignarse, que había que proponer algo. Es curioso: de repente teníamos la obligación de abandonar las asambleas, decidirnos por un líder y diseñar un catálogo de medidas para cambiar el mundo. ¿Cómo se le podía pedir a miles de personas, con distintas aspiraciones y tristezas, que articularan un ideario político? ¿No estaba el Estado para eso? ¿No le encomendaron nuestros abuelos al Estado la misión de protegernos porque pensaban que era quien mejor podía hacerlo? Eso era lo que pensábamos hasta entonces, pero resulta que no, que el Estado nos dijo que era incapaz de seguir haciendo lo que nos había prometido medio siglo atrás. Ellos ya no mandaban. El poder lo tenían los mercados.

Seguramente fue entonces cuando me di cuenta, realmente, de que sí que estábamos solos. Éramos muchos, y era muy emocionante. Recuerdo la noche que Sol se quedó en silencio, cómo ensayamos antes, cómo Madrid pareció enmudecer en señal de protesta. No me olvido de las miles de pancartas ingeniosas que decoraban la república de Sol, ni de los chicos repartiendo fruta o bocadillos, las asambleas, los comités o los cánticos. De la policía siempre vigilante, de los helicópteros, de las conversaciones utópicas y de esa sensación de estar viviendo algo importante. Por lo menos, algo que a mí me importaba mucho. Tampoco me olvido de los oportunistas, que pensaron que aquello era un mercadillo y venían a robar firmas para evitar el derribo de un edificio o prohibir las corridas de toros. Todos los que tenían algo que les indignaba vinieron. ¿Acaso no tenían derecho? ¿No estaban allí los indignados?

Allí estábamos y todos queríamos lo mismo: cambiar el mundo, nuestro mundo, pero estaba claro que no sabíamos cómo hacerlo. Es que, por lo visto, había que cambiarlo todo, pero había tantos mundos… ¿Por dónde empezar? En algo estábamos de acuerdo: lo que queríamos era que nuestro estado del bienestar volviera, que los mercados terminaran con el secuestro y que todo volviera a la “normalidad”. Pero lo que pasó fue que los gobiernos, mi gobierno (salió elegido de las urnas, ¿no?), sufrían el síndrome de Estocolmo. El Estado había decidido romper el contrato que teníamos y no estaba dispuesto a negociar otro. A lo único que estaba dispuesto era a imponer lo que los secuestradores querían.

Como nadie quería negociar nada, muchos españoles decidieron que había que convocar una huelga general. Una huelga que apoyaré por dignidad, por solidaridad y, también, porque me siento frustrada. Porque creo que debo luchar por tener derecho a tener derechos, como diría Hannah Arendt. Exijo renegociar ese contrato. Quiero repensar la globalización. Necesito creer que voy a estar orgullosa de vivir (sea con más o con menos dinero que hoy). Siento que es un momento trágico y, por ello, histórico y que, si no peleamos por esos ideales, nos vamos a quedar a la intemperie de la humanidad.

 

*Generación Claroscuro