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Como cualquier otro colectivo de ciudadanos, y cualquier ciudadano en solitario, la Iglesia y los católicos españoles tienen derecho a criticar -con radical dureza- y a manifestarse pacíficamente en contra de leyes aprobadas democráticamente, sin que ello autorice a cuestionar su alineamiento inequívoco con la democracia. E, incluso, tendrían derecho a pedir el voto para candidaturas determinadas. Se denomina libertad de expresión y es consustancial a una democracia digna de ese nombre. Por eso fue inaceptable que el entonces secretario de Organización socialista, José Blanco, y su portavoz parlamentario, Diego López Garrido, afirmaran en enero de 2008 que para defender sus ideas -hacer política- la Iglesia debe presentarse a las elecciones. Tal afirmación es contraria a la Constitución, que reconoce nuestro derecho a participar en los asuntos públicos directamente. Hay que decir rotundamente que reducir la democracia a los partidos y las elecciones es negarla. Y que todos, incluidas las confesiones religiosas, tenemos derecho a hacer política en paz. Si aceptáramos la peculiar lógica democrática de ambos dirigentes socialistas, habría que exigirles también a nuestros inefables sindicatos UGT y Comisiones que se presenten. Porque, sin ni siquiera respetar los tradicionales cien días de gracia y cortesía a todo Gobierno entrante, han desatado el conflicto social y convocado una huelga general para el 29, el día 98 o 99 del nuevo Gobierno. Ya el pasado 30 de enero Mariano Rajoy era supuestamente sorprendido por un micrófono abierto en una charla informal con el primer ministro finlandés, Jyrki Katainen, durante un Consejo Europeo. El micrófono permitió escuchar su comentario sobre que la reforma laboral le “iba a costar” una huelga general. Además, Rajoy aseguró que entonces llegaban los “asuntos más complicados” que tenía que resolver su Gabinete. Y al final del Consejo declaró: “Hay que hacer la reforma laboral porque es lo que necesita España”.
El derecho de huelga es un derecho individual de carácter laboral que permite a un trabajador no trabajar, como medio de presión ante su empresario y sin perder sus derechos laborales, salvo el salario. Es un derecho cuyo ejercicio requiere el cumplimiento de requisitos legales. De modo que una huelga general -en contra del Gobierno y no de un empresario, y por motivos políticos y no laborales- es por definición una huelga política y no laboral. Y no ha sido decidida por los trabajadores en los centros de trabajo, y mucho menos por los ciudadanos, sino por las cúpulas sindicales, que, en el mejor de los casos, representan a sus afiliados. Por consiguiente, en una huelga general la actuación de los mal llamados “piquetes informativos”, que, física y violentamente, coaccionan a los trabajadores y obligan a cerrar fábricas, empresas y comercios, y el incumplimiento de los servicios mínimos son aún más, si cabe, reprobables y atentatorios contra la democracia. Una democracia que no supone el uso ilimitado, irresponsable e insolidario de los derechos fundamentales y las libertades públicas -incluyendo el derecho de huelga-, sino su garantía dentro de los límites de la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, o sea, dentro de los límites de los derechos y libertades de los demás. Los españoles sufrimos un sindicalismo sin paragón en Europa, subvencionado más que generosamente con dinero público, plagado de liberados y de dirigentes que no han trabajado nunca ni tienen profesión conocida. Durante más de treinta años, por ejemplo, han impedido que en este país se pueda aprobar una ley reguladora de la huelga. ¿Por qué hemos llegado a esta lamentable situación? Al final de la dictadura se infiltraron masivamente en la Organización Sindical franquista -que contaba con su ministro de Sindicatos-, y, por lo visto, heredaron sus hábitos y costumbres. Los sindicatos que no siguieron el juego han sido groseramente marginados, como la CNT, que ha pagado su no adscripción partidista, y la USO, que lo ha hecho por su no obediencia socialista e izquierdista. El sindicalismo político fue una seña de identidad de los movimientos totalitarios y autoritarios que surgieron en Europa y predominaron en la primera mitad del siglo pasado. Los nazis alemanes y los fascistas italianos tuvieron detrás sus organizaciones sindicales adictas. Y el franquismo no fue menos. Uno de los principios programáticos de Falange Española, fundada por José Antonio Primo de Rivera, y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (el nombre lo dice todo) de Onésimo Redondo, es el sindicalismo político, concebido como vertical. En su rechazo a los partidos, ambos propugnaron que las comunidades naturales en que cualquier persona se integra son la familia, el municipio y el sindicato. Y así, la dictadura tuvo su Organización Sindical y sus procuradores en Cortes representantes de los sindicatos; y Franco, ministro de Sindicatos. Y en todas las capitales hubo Casa Sindical. Desde hace tiempo UGT y Comisiones campan por sus respetos instalados en el corporativismo, la demagogia y la subvención. Fueron cómplices del Gobierno anterior, al que escenificaron una huelga general de atrezo y guardarropía. El día 29 intentarán paralizar el país. Sería democráticamente muy saludable que el país los paralizara a ellos.