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Hace unos días, una familia del Sur de Tenerife movilizó a la Guardia Civil para encontrar a un niño al que no habían podido localizar. Resultó que el pequeño estaba echando una siestita buena bajo un sofá, felizmente ajeno a la zapatiesta armada a su alrededor.

Al margen de la escasa pericia de la familia peinando su propia casa, no les reprocho su actitud. Una vez, cuando mi sobrina tenía tres años, la llevé al parque y la perdí de vista cinco segundos contados; los recuerdo como los más angustiosos de mi vida. Hasta que no vi su zapatito asomando por detrás de un tobogán, sentí que el corazón se me convertía en una almendra garrapiñada.

En Canarias, los niños desaparecidos tienen dos nombres propios: Yéremi y Sara. De ésta seguimos sin noticias, ni pistas, ni aliento de esperanza; y de Yéremi, esta semana la Guardia Civil ha escenificado la reactivación del caso con datos que no había ofrecido hasta ahora. Se espera volver a despertar la colaboración ciudadana.

Es difícil concebir el dolor que puede llegar a generar la incertidumbre sobre el paradero de un ser querido. Cómo volver a la trivial cotidianidad cuando te falta una persona a la que amas, y no sabes dónde está, ni en qué estado. Cómo mantener viva una esperanza día tras día cuando el tiempo te castiga con su paso indetenible.

No queda más remedio que confiar en que cualquier día Yéremi y Sara vuelvan a cruzar el umbral de sus casas y abracen a sus familias. La esperanza no se come, pero alimenta, dice García Márquez, y eso es todo lo que nos queda.