ME PAGAN POR ESTO > Alfonso González Jerez

Telón de fondo para una victoria > Alfonso González Jerez

Un inteligente lector me reprochaba hace unos días mi manía ocupacional de criticar a la izquierda y reseñar, supuestamente con saña gustosa, sus duelos y quebrantos ideológicos y, sobre todo, su incapacidad evidente para definir nuevos marcos teóricos que articulasen una coherente explicación de lo que ocurre y se abriese a alternativas no basadas, exclusivamente, en beneméritas convicciones morales. Creo que no le falta totalmente la razón al señalarme la oportunidad de explicar la actividad de la otra parte contratante. Si se prefiere podríamos nuclear esta cuestión (los éxitos crecientes en lo político, pero sobre todo, en lo cultural y lo ideológico, de las fuerzas conservadoras) en una pregunta sencillita: “¿Por qué la gente vota masivamente a las derechas?”. O para ser más precisos y atenernos al contexto más inmediato y peliagudo: “¿Por qué la gente no solo vota a la derecha, sino que lo hace en la coyuntura actual, cuando la mayoría social es la más perjudicada por un conjunto de políticas económicas, fiscales y laborales claramente regresivas, hasta el punto de que si se celebrasen hoy las elecciones generales es muy probable que el PP revalidara su mayoría absoluta?”. Un bosquejo de respuesta -que poco o nada tienen que ver con el marketing electoral o las barbas programáticas del señor Rajoy- podría resumirse en cuatro puntos:

1) En realidad casi todo conspira -tómese la expresión cuidadosamente- contra la difusión y consolidación de compromisos políticos y morales emancipadores. Desde un punto de vista histórico los avances de los derechos políticos y sociales son, prácticamente, novedades tan complejas como frágiles. Los sujetos (usted, yo, cualquiera) somos fabricados socialmente bajo unos condicionamientos cognitivos, afectivos e ideológicos claramente orientados hacia la integración acrítica, el éxito profesional y social y la jerarquía valorativa. La izquierda socialdemócrata ha gobernado en España más años que la derecha desde 1979, pero jamás se preocupó realmente para que la enseñanza pública incluyera la educación en valores. La escuela francesa, por ejemplo, se caracteriza por la divulgación transversal de los valores republicanos: democracia, igualitarismo cultural, laicismo. La escuela española, además de fracasar crecientemente en sus objetivos formativos, ha ignorado palmariamente los valores educativos cívicos. Cuando decide lanzarse una asignatura como Educación para la Ciudadanía se hace tarde y mal: la derecha reacciona despepitadamente, lanzando cínicas acusaciones de manipulación ideológica, y la Iglesia Católica -reiteradamente mimada desde los gobiernos socialdemócratas españolas- entra en tromba y anuncia el fin de los tiempos. Un joven español (y canario) de 25 años, perplejo subproducto del sistema educativo público, ¿por qué debe encontrar necesariamente negativo la desarticulación del Estado de Bienestar, la contrarreforma de la ley del aborto, la supresión misma de Educación para la Ciudadanía, las restricciones presupuestarias o la ridiculización de los manifestantes como manadas de perroflautas irremediables?

2) Las culturas de clase han desaparecido. Hasta hace treinta o cuarenta años tanto la forma de vida de la burguesía como de la clase obrera estaban centrada todavía, siquiera parcialmente, en la realización del trabajo. Pero en las sociedades contemporáneas el centro de las actividades sociales capaces de conceder identidad está enraizado en el consumo. La gran mayoría no somos lo que trabajamos, sino lo que consumimos, y ese proceso se intensificará en el futuro. Es el nivel del consumo lo que se convierte en la fuente de identidad cultural e ideológica. El mismo trabajo se ha depreciado fuertemente como valor definitorio. Si el futuro consiste en dos trabajos de media jornada, por ejemplo, y al cabo de año y medio, el traslado a otra ciudad, para de nuevo montar el mecano de un nuevo milagro laboral, el trabajo ya no definirá al sujeto ni el sujeto se identificará con el trabajo. Ese cambio de sentido conceptual y simbólico deviene fundamental porque disgrega la identidad del sujeto y, sobre todo, la subordina a algo ajeno a su propio quehacer cotidiano. Y la mayoría de la cultura de izquierda respondía (y aun responde intuitiva y balbuceantemente) al trabajo como vector significativo de la vida social y de la identidad y autonomía de los individuos.

3) Paralelamente se ha dictado el fin del contrato social. Un gran sociólogo, Boaventura de Sousa Santos, lo ha definido con una lucidez ejemplar. Los valores del contrato social que regulaba las sociedades occidentales, y que tenían al mencionado Estado de Bienestar como su hijo predilecto, está resistiendo muy mal la creciente fragmentación de una sociedad dividida en múltiples espacios y conflictos micro, laboralmente dislocada y polarizada en torno a ejes económicos, sociales y culturales. En este contexto “no solo pierde sentido a lucha por el bien común, también parece ir perdiéndola la lucha por las definiciones alternativas de ese bien”. La vieja voluntad general parece haberse convertido en un enunciado absurdo. Un obrero de la construcción canario en paro se pregunta qué tendrá que ver su voluntad con un jornalero andaluz en la cola de la oficina del Inem, aunque ambos terminen votando al Partido Popular. El Estado ha perdido centralidad y los derechos legales se debilitan al coexistir con “múltiples legisladores fácticos” que, gracias a su poder económico, terminan convirtiendo lo fáctico en norma. Gracias al fracaso educativo y a la erosión fatal de las culturas de clase, precisamente, los valores de la modernidad, tradicionalmente enarbolados por las izquierdas (libertad, igualdad, justicia, solidaridad, autonomía) “vienen a significar cosas cada vez más dispares para los distintos grupos y personas, al punto que el exceso de sentido paraliza la eficacia de estos valores y, por lo tanto, los neutraliza”.

4) El miedo que desata la crisis interminable ha sido y es un acicate para la cultura conservadora. La crisis económica y social forma parte del paisaje de nuestra convivencia desde mediados de los años setenta. Salvo muy breves periodos de anestesia, la crisis siempre ha estado aquí, y es que la crisis forma parte de la naturaleza de las transformaciones del capitalismo. El capitalismo sobrevive y prospera gracias a las crisis. La crisis es una realidad estructural y estructurante, es nuestra propia vida, un conjunto de referencias retóricas y simbólicas que nos describen, un horizonte de sucesos insuperable. La crisis inaugurada en 2008 -con sus propias características: una crisis financiera, una crisis del modelo de acumulación de capital español y canario, una crisis de deuda pública y privada, una crisis de la estructura político-administrativa del Estado- es diferente porque representa un cambio de paradigma. No es un momento coyunturalmente malo: es el momento dramático de la redefinición de lo malo, lo bueno y lo soportable que se aprovechará para demoler o colapsar cualquier praxis y cultura socialdemócrata. Cualquier conato de alternativa crítica al desorden existente es tachado inmediatamente como un juego ya no peligroso, sino demasiado pueril: una ridiculez. La actitud cultural e ideológica de las izquierdas, desde los años setenta, ha sido básicamente defensiva, sobre todo, desde el frente socialdemócrata, y nunca ambiciosa y globalmente propositiva, si se excluyen los gestos payasescos de los que siguen propugnando cambios revolucionarios a partir de mañana a las cinco de la tarde. Si la revolución es imposible (y acaso indeseable) y los límites reformistas del sistema se han comprimido hasta esfumarse, ¿qué hacer? Las fuerzas neoconservadoras, en cambio, encuentran en la mal llamada crisis un momento de esplendor y actúan más diligente y creativamente, sometiendo a una crítica feroz todos los aspectos de la cultura de izquierdas que, por otra parte, y desde una altanería política e intelectual cada vez más patética, se suelen negar a cuestionar sus más queridas imágenes justificativas, símbolos legañosos, relatos mitológicos y clichés interpretativos, una actitud perfectamente conciliable, por lo visto, con su tradicional y artero cainismo.