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Memorias de La Playita> Carmelo Rivero

Cuando concluyó Juan Cruz, autor de la novela La playa del horizonte, su discurso de ingreso en el Instituto de Estudios Canarios, bajé de la Casa Ossuna a La Playita, en Santa Cruz, en la autovía de San Andrés. El conferenciante, abrumado por todos los recuerdos, había elegido los más familiares con el regusto de una golosa hipermnesia, junto a los versos de Kipling del poema If. Una vez en el restaurante, las mesas, las sillas, las paredes, el mostrador y el reservado tras los paneles de un biombo (cenaban los templarios de la ciudad) desprendían el aroma de otra memoria familiar. La madre de Paco García, el propietario recién jubilado, tenía un don natural para los fogones (como mamá Teresa, de El Rincón que no conoces, en la Lima de Gastón Acurio). Paco vive en lo alto del mesón, en la cubierta, como el capitán perpetuo de un viejo barco que no pudiera sustraerse al desafío de las olas. A bordo de la taberna, que los padres construyeran a orillas de la playa en los años 40, antes de tener que replegarse a las faldas de la ladera, ha hecho una travesía heroica, como un personaje de Alan Poe en un barco inasequible a las tempestades hecho de teca de Malabar. La Playita, célebre por sus calamares fibrosos, cuya receta ha resistido intacta varias generaciones, acumula, en efecto, temporales terribles, como el Delta de 2005 y, antes, la funesta riada que inundó el local y se llevó poco después al cocinero Juan Hernández Valiente, de un infarto tras el susto. En la foto color sepia, de cuando la isla era una playa y aún no habían llegado los turistas, se lee: “casa merendero”. La cocinera Candelaria prolonga la tradición invicta. Isabel es la encargada de sala. Carlos y Jesús distribuyen juego con los platos en el comedor. Todos los rincones conservan pálidamente los más atávicos recuerdos. Los dos flamboyanes que flanquean la entrada, árboles de sombra que guardan memoria de piratas y esclavos malgaches y míticos baobabs invitan a entrar en un templo de paladares selectos de un mar que está al lado mismo: los pulpos que fascinaron a Jimmy Burns la noche que trajo a la isla el blues del Mississippi, o la vieja que saboreó Taboo (The Black Eyed Peas). Los visitantes han dejado su huella. Se les recuerda, como aquella velada en La Caseta de Madera, de Cabo Llanos, con Cabrera Infante y Míriam Gómez. Los libros coleccionan autógrafos y las fotos inmortalizan momentos. Son la memoria de las cosas y las gentes. Hay santuarios donde comer es un oficio sagrado. Sitios que encierran una magia distintiva. Cruzaba la carretera una perrita abandonada y la adoptaron. La llaman La Playita y es el último miembro en sumarse a la familia.