DESPUÉS DEL PARÉNTESIS > Domingo-Luis Hernández

El chino > Domingo-Luis Hernández

La plaza era una delicia. Solitaria, sombría, con algunos de los elementos que hacen de la ciudad un paraje sin igual, con las marcas del pasado árabe rebozando por los edificios de alrededor. Habíamos quedado allí a una hora discreta, porque estaba en el camino de la universidad y porque era el sitio de Granada en el que mejor café se sirve y en el que podíamos desayunar sin prisa y hablar.
De ese modo me encontré con uno de los hombres que más sabe, en este mundo, de pensamiento chino. Por su edad (un poco más de sesenta años) y dado lo que el chino ha significado en Occidente antes de la expansión de los últimos tiempos, esa actividad me pareció pintoresca. “No lo creas”, me dijo; “la pasión por Oriente no es anómala en Francia”. A él lo atrapó. De ahí que la Universidad de Granada cuente con su magisterio y que por él la Universidad de Granada sea una de las tres universidades de España (con Madrid y Barcelona) en la que se estudia la cultura, la literatura y la lengua china. cosa no rara (me dijo) cuando me interesé por esa enseñanza allí. “Para esta universidad, el inglés, el francés, el alemán… son pecata minuta. Aquí -siguió- impartimos clases de ruso, polaco, checo, japonés…” Sorprendente pero cierto. Esa es la diferencia, comenté yo, ganada con el tiempo y el rigor.
De todas formas, consideré, ¿dónde el origen? Me habló de que el pensamiento oriental (por ser tan diferente a la doblez que siempre nos ha caracterizado a los occidentales, desde los tiempos del triunfo del cristianismo, la oscuridad de la Edad Media y la singular y maquiavélica edad moderna, el Renacimiento), por eso el pensamiento oriental es un asidero para nosotros, porque (por la divergencia) nos ayuda a saber quién en realidad somos, en nuestra desmesura, crueldad, pragmatismo y en nuestra brillantez.
“A eso me dedico”, corroboró. Y también está el chino, una lengua singular, extraordinaria. Me contó cosas sobre el particular, que anoté en mi cuaderno. Por ejemplo que la gramática (eso que le cuesta aprender tanto a los alumnos de la Universidad de La Laguna, por estudiar supuestos aspectos funcionales y semánticos al mismo tiempo), eso no le interesa a los chinos. No tienen verbos, me dijo; ni artículos. Es una lengua basada en la sílaba, no en los fonemas, en las unidades lingüísticas singulares, como la a, la b, la c o la p. Le pregunté cómo dicen los chinos “yo amo” y me lo explicó. Parten, me dijo, de lo general, de la concepción de amar, y luego sitúan y especifican. Señalan al yo concreto que ahora, en este momento, y no ayer ni mañana, ama. Sorprendente, le dije. Y me mostró el pictograma que significa árbol. Así, me señaló, te refieres al árbol como categoría, pero puedes detallar: este árbol (y me señaló el rasgo que lo define); o no a todo el árbol sino al tronco del árbol, y me señaló la pequeña línea que horizontalmente marca el pictograma.
Me mostró el título en chino del famoso blog del escritor Ai Mi, que dio la película Amor bajo un espino blanco. Prodigioso. Además, me aclaró, el chino es una lengua tonal. El vietnamita tiene nueve tonos; el chino mandarín, cuatro. Por ejemplo, algo que podemos especificar aquí como “ma” significa en un tono “madre”, en otro “cáñamo”, en un tercero “caballo”. Hay un cuarto, comentó, que es un insulto, una injuria.
Ciudadano parisino, especialista en chino, que habla español y trabaja en una universidad de Andalucía. Extraño. “No es lo más raro de mi vida”, aclaró. Eso es por cosas del amor. Viajó a Granada de vacaciones con unos amigos, conoció a una chica, le gustó, siguieron en contacto a pesar de la distancia, dos años después no resistieron la separación, se buscaron, se encontraron y aquí está, en la ciudad de la mujer que lo acogió. Vive encantado, es feliz y de su rostro sale la beatitud que sólo la complacencia es capaz de imponer. Lo es por su oficio, por su mujer y por dos hijas, una matemática de treinta y cuatro años, otra informática de veintipocos.
No es lo más raro, repitió. De origen me llamo Pierre, de llegada Pedro, me contó. Y corrigió la transcripción de su apellido que vio escrita en mi cuaderno. No “Sanginés”; San Ginés. “¿Te suena?”, preguntó.
Me suena. Su padre era un ciudadano de Lanzarote que por ser enlace sindical en la República hubo de salir de España en la Guerra civil con el contingente de refugiados que pasó la frontera de Francia y fueron acogidos en Toulouse.
Compatriotas, le dije. Sí -respondió-, a pesar de la incuria, la vileza y la barbaridad, somos del mismo lugar.
“A mis niñas les encanta Lanzarote”, reveló.