después del paréntesis>

Hombres>Domingo-Luis Hernández

Era conocido, y el conocimiento en un lugar pequeño, de economía agrícola y en el campo puede ser angustioso. Así fue. Se llamó Ezequiel y todos lo conocimos por el cariñoso nombre de Ezequielito. Era un chico bajo, siempre delgado, con modales afeminados. Pronto descubrió su crédito sexual. No se inclinó, ni se inmutó cuando le recriminaron que no se interesara por mujer alguna. Era homosexual y (caso extraño en aquel pueblo) se comprometió abiertamente con la homosexualidad. A finales de los 60 o principios de los 70 decidió emplearse en la industria hotelera de Puerto de la Cruz. Mas, su madre era su fortuna y su apoyo; fue el único asidero para que permaneciera más tiempo de lo debido viviendo cerca de nosotros. Andados los años supimos de su promiscuidad. Con ello, acaso se defendía de la represión y daba pábulo al deseo. Fue uno de los primeros hombres que murió de sida en España y la primera persona que yo conocí que murió de esa terrible, espantosa y cruel infección. Nadie dijo nada en el lugar, solo que Ezequielito murió. Todos miraron para otro lado tras el cuerpo esquelético que resultó. El más torvo enunció un comentario siniestro, pero otro lo insultó.

Mi padre no me lo contó, pero por mi padre lo supe. Con mi padre, para saber, algunas veces no era necesario articular palabra alguna. Fue nuestro vecino y sus modos afeminados dieron para alguna risita, algún comentario e incluso precavidos escarnios. Él se rió. Todo cambió el día que se supo que había encontrado el lugar en el mundo que allí se instituyó como norma. Ella era una mujer robusta y muy buena persona, con un carácter afable aunque poco comunicativo. Se casaron y vivieron en una casa al lado de nuestra casa. Creo recordar que no tuvieron hijos. Y aunque no sé decirlo con exactitud, ese era un signo atrabiliario que confundía reproducción con masculinidad en ese perverso, machista e irrespetuoso ámbito en el que viví y crecí, en ese territorio del anonimato en el que la vecindad te encumbra o te condena por lo que manifiestas, lo que eres, precisas ser o decides ser, como cuentan que ocurría en los circos de la antigua Grecia o los de la siniestra Roma. Ocurrió que el vecino enfermó y su enfermedad no cabía en remedio conocido alguno, ni de los médicos al uso ni de los curanderos. El vecino se acercó a mi padre porque mi padre no solo era un hombre excepcional sino porque mi padre atendió siempre al valor esencial de lo que los hombres somos. Se lo contó; le contó lo que su cuerpo distinguía entre las fauces del placer y como se consumaba por el gozo. Fue un homosexual tapado que le confesó a mi padre la culpa por no decidir, por no implicarse, por someter a su lado a la mujer que no sólo lo adoraba sino que se dispuso a protegerlo ante la canallesca ruin que lo rodeaba. Nadie supo que murió de sida, solo mi padre; y yo por la mirada compasiva y exculpatoria de mi padre.

Era un chico como cualquier chico de su edad, es decir, como yo. Compartimos escuela, juegos, algunos secretos… Tenía más dinero que el resto porque su padre regentaba un restaurante famoso y próspero en el que alguna vez nos refugiamos por su invitación. Era un ser francamente generoso. Pero tenía un defecto: las actividades de hombres (como el fútbol, la lucha canaria o…) a él no le interesaban. Entonces el cretino decidió. Dijo que al chico tal lo encontró con un desconocido en situación comprometida. El rostro del desconocido nunca se desveló, pero el muchacho que fue mi amigo fue vejado, burlado, humillado, torturado, perseguido por ser lo que no era: homosexual. No sé si fue la vergüenza, el desánimo, el rencor, la falsa acusación, la vileza, las impúdicas mañas machistas lo que lo hicieron salir de allí para no encontrarlo en mi vida nunca más. Pero así fue.

Este fin de semana se casan mis amigos Pablo y Jesús. “Que para bien sea”, les dije; “de aquí en adelante podremos hablar con conocimiento de causa de las excelencias del matrimonio y de la pareja”. Su disposición es tener hijos, lo cual me alegra, y a sentar su futuro con semejante acomodo, que es un riesgo y que es un compromiso que quieren hacer público, compartir con sus amigos y el resto del mundo al firmar el contrato que los une legalmente.

Así se escribe la historia fuera de la arrogancia de los inicuos que, por ser lo que son, se creen con derecho a cohibir, coartar, atenazar, forzar y a imponer las reglas de su deshonesto valor. Acaso el tiempo resuelva la diferencia jactanciosa que se sigue por nuestro modo de amar y de disfrutar. Ser tolerantes o transigentes no será un mérito en el futuro por este caso; porque nada que tolerar ni nada por lo que transigir. Pero esa disposición subraya lo que conocemos por primitivismo frente a lo que conocemos por razón. De manera que si así procediéramos los seres de este perverso mundo, separaríamos de nuestro entorno y de nuestra conciencia la desgracia y la inquina que envilecen.
Felicidades, Pablo y Jesús.