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La senda de los elefantes > Juan Hernández Bravo de Laguna

Hace varias semanas escribíamos que durante todos estos años de democracia el rey y la reina se han beneficiado de una conspiración informativa en la que han participado la inmensa mayoría de los medios españoles, con muy escasas -y marginales- excepciones.

Bajo el supuesto de que el mantenimiento y el prestigio de la monarquía son esenciales para la conservación y el desarrollo de nuestra frágil -y muy imperfecta- democracia, se ha practicado un auténtico apagón informativo sobre la vida privada de los monarcas, especialmente del Rey; se han minimizado y justificado los episodios menos ejemplares de la vida sentimental del príncipe; se ha idealizado el matrimonio de las infantas hasta que la realidad se ha impuesto en ambos casos; y, en particular, se ha insistido obsesiva y compulsivamente en el papel jugado por don Juan Carlos en la sucesión de Franco, en su aceptación por su padre y, en suma, en la transición, con el nombramiento de Adolfo Suárez, el fracaso del intento de golpe de Estado de 1981 y todo lo demás.

El comportamiento real en el intento golpista, por ejemplo, se ha abordado acríticamente y mitificado hasta límites inauditos. Ahí está para probarlo esa cursilada que se puso de moda hace tiempo de no ser monárquico, sino juancarlista.

En esta línea informativa, ningún medio español se atrevió a hacerse eco de unos más que rumores sobre las actividades irregulares del yerno del rey que se venían gestando desde hace cinco o seis años.
El Mundo se decidió hace poco a romper con dicha línea informativa y a abrir la veda periodística. Y desde entonces, todos los medios informan regularmente sobre este asunto; incluso las revistas llamadas “del corazón”, con profusión de portadas y desde su óptica de enmascaramiento sentimentaloide de la realidad.

Coincidiendo con el aniversario de la proclamación de la Segunda República, los acontecimientos se han precipitado, y al caso de Iñaki Urdangarin se ha unido el accidente armado del hijo mayor de la infanta Elena y la cacería real de elefantes en Botsuana. Esta última, en concreto, es evidente que ha implicado un punto de inflexión y un renuncio decisivo en la trayectoria política y personal del jefe del Estado.

Tan decisivo que, por primera vez en sus casi treinta y siete años de reinado, don Juan Carlos se ha visto obligado a disculparse públicamente ante los españoles: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Un par de frases que valen más que mil palabras.

La cacería ha sido criticada por los ecologistas, defensores de los animales y contrarios a la caza, críticas que han destacado la presidencia de honor, el cargo simbólico que desempeña el rey en WWF España, la ONG de conservación de la naturaleza.

También se ha denunciado su falta de estética, en cuanto proyecta la imagen de un jefe de Estado más preocupado por divertirse que por asuntos como la prima de riesgo o la expropiación argentina de YPF.
Otros han cuestionado el coste de la cacería, en unos momentos en que mucha gente no puede pagar sus hipotecas. Se ha explicado al respecto que ese coste lo asumió un magnate sirio, pero entonces habría que explicar por qué o a cambio de qué lo hizo.

Sin embargo, desde el punto de vista político y jurídico, lo que convierte a la cacería en un hecho fuera de toda justificación y reprobado por la gran mayoría de la sociedad es la ignorancia del Gobierno sobre el paradero del rey y su celebración en días laborables, en los que el jefe del Estado tenía obligaciones que cumplir.

El Partido Popular ha reconocido que el Ejecutivo se enteró de que el rey estaba en Botsuana cazando elefantes cuando sufrió el accidente. Y que Mariano Rajoy solo sabía que don Juan Carlos estaría fuera el lunes de Pascua, porque el monarca le avisó de que ese día quedaba suspendido su habitual despacho semanal. Cualquier funcionario que abandonara sus deberes en días laborables sin justificación sería sancionado.

La novela La senda de los elefantes, de Robert Standish, fue llevada al cine en 1954 por la Paramount bajo la dirección de William Dieterle y el atractivo comercial de Elizabeth Taylor. Ambas se desarrollan en una plantación en Ceilán (actual Sri Lanka), cuya mansión está construida sobre una antigua senda de elefantes y protegida con un sólido muro.

Todo comienza a cambiar cuando se desata una epidemia de cólera en la región, la sequía causa estragos y hordas de elefantes enloquecidos por la sed amenazan con devastar la plantación. Porque los elefantes, igual que el agua, se pueden convertir en fuerzas incontroladas de la naturaleza que buscan -y encuentran- sus antiguos caminos.

En Canarias, por ejemplo, después de muchas desgracias hemos aprendido lo que ocurre si se construye en los barrancos y se los utiliza de vertederos.

Una monarquía de un Estado democrático de Derecho, como la monarquía española, solo puede estar construida sobre la senda de la voluntad de los ciudadanos.

Hasta ahora ha estado protegida por el sólido muro de la complicidad informativa de los medios, pero ese muro se ha derrumbado a impulsos de inconveniencias e irresponsabilidades, que han causados estragos. Y la voluntad ciudadana, que en una democracia siempre busca -y encuentra- su camino, amenaza con devastar la plantación.