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Hace ya un puñado de años que no se organiza en el recinto ferial capitalino uno de los eventos con mayor impacto de entre todos los allí celebrados. Una especie de yinkana donde se ponía a prueba la naturaleza competitiva del individuo y un verdadero banco de análisis sociológico sobre el comportamiento de los grupos humanos en situaciones de stress: la feria de la alimentación.

Para mí sólo ha habido tres grandes eventos en los que el liderazgo, la habilidad y la capacidad física del cuerpo humano se han unido en un espectáculo único. En el primero, el circo romano, los hombres que pisaban la arena luchaban por su supervivencia satisfaciendo el brutal apetito de un público sediento de sangre. En ocasiones, se metía allí dentro a los condenados a penas de muerte para que fueran devorados en directo por animales salvajes, espectáculo que era seguido desde las gradas con enorme entusiasmo.

El segundo, los juegos olímpicos, han servido para unir en la pasión por el deporte a personas de todos los países y culturas. Desde hace poco más de un siglo y cada cuatro años, atletas de todo el mundo han competido en centenares de disciplinas poniendo sus cuerpos al límite y superando una y otra vez las más impresionantes marcas. El premio: la inmortal gloria olímpica.

Para mí el tercero era la feria de alimentación. En este evento, personas de toda la Isla se daban cita para recuperar el precio de su entrada compitiendo por yogures, salchichas, queso y helado, en una multitudinaria lucha entre iguales. Porque, en efecto, la contienda se desarrollaba sin distinción de género, peso o edad, lo que le aportaba un dramatismo casi épico. Los que, tras una encarnizada brega, lograban hacerse con una caja de ambrosías de fresa, corrían hacía el siguiente desafío en una jornada frenética donde sólo sobrevivirían los más fuertes. El premio: una merienda compuesta por una natilla, una salchicha, tres chocolatinas, un café, un corneto, almogrote, dos yogures, gofio, una Pepsi y mojo palmero con pan. En este orden.

Aquello era nuestro Coliseo, nuestro templo del hedonismo, nuestra Sodoma. Por eso al salir de allí procuraba no mirar atrás, para no convertirme en una estatua de sal.