el dardo>

Los más necesitados>Leopoldo Fernández

Barrancos, parques públicos, edificios en ruinas, portales, lugares y vehículos abandonados, y hasta la misma vía pública acogen hoy a ciudadanos que se han quedado sin trabajo o que, debido a la crisis, han perdido sus hogares, sus bienes y todo o casi todo lo que tenían. Estas situaciones crueles y ofensivas reflejan hasta qué extremo llegan las carencias y la pobreza que humilla; pobreza que deberíamos experimentar alguna vez para entender y compadecer a tantos desgraciados que giran en el entorno de la amarga necesidad. García Lorca consideraba a los pobres una especie de animales resistentes, como si estuvieran hechos de otra sustancia, y los hechos prueban que así es. Ninguna sociedad que se precie puede permanecer impasible ante la proliferación de tantas penurias y bolsas de indigencia que, cada vez más, inundan nuestra geografía. Siempre habrá pobres, como siempre habrá ricos, pero aquéllos podrían ser redimidos con lo mucho que les sobra a éstos. Las actuales circunstancias nos exigen a todos -más, claro está, a los que viven en la opulencia- un esfuerzo y un apoyo a los indigentes y desdichados que nada, o casi nada, tienen y viven en lo que Salvador de Madariaga llama “la cárcel más incómoda y triste de todas”: la pobreza. Es bien cierto que Cáritas, Cruz Roja, los bancos de alimentos y tantas y tantas ONG se entregan en cuerpo y alma para ayudar a los más débiles, lo mismo que hacen cada vez más empresas, grupos sociales, ciudadanos anónimos y así responsables de dependencias oficiales, autonómicas, insulares y municipales. Pero todo es poco para ayudar a quienes tanto sufren y padecen. Y para que se haga más llevadera su esperanza, lo primero y prioritario es que no les falte de comer, ni techo para cobijarse, ni cualquier otra ayuda imprescindible. Me viene a la memoria el caso de Arturo Maccanti, el gran poeta y Premio Canarias de Literatura de 2003, que en un gesto conmovedor, pleno de grandeza y humildad, reconocía públicamente hace unos días que se halla en situación de desamparo económico y reclama lo justo para sobrevivir con dignidad. Con mala salud, sin pensión de jubilación tras cotizar más de 30 años, ni tampoco pensión contributiva, que le ha sido denegada, malvive con su esposa merced a la pensión que ésta recibe. Es quizás el ejemplo más sonado de la proliferación de arbitrariedades e injusticias en estos tiempos de paro y necesidad. Ojalá su voz sea escuchada sin dilación por quienes pueden y deben ayudarle. Pero sabiendo que otras voces desconocidas o anónimas, ocultas en silencios y desamparos, nos apremian también a la solidaridad y la justicia con aquellos que más lo necesitan.