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Marcelo Gómez > Luis Ortega

Desde que conocí algunos hechos de su biografía, Marcelo Gómez Carmona (1713-1791) entró en la relación de mis paisanos favoritos, tanto por sus habilidades como por su carácter aventurero. Marino y cirujano, residente en Venezuela entre 1758 y 1774, donde ocupó los cargos de juez de comisos y corregidor; ocupó la jefatura médica del Hospital de Dolores y, a la vez, fue un destacado tallista al que se asignan, como obras seguras, la delicada reja del coro de la parroquia matriz y una imagen de vestir de la Oración del Huerto, actualmente en Los Llanos de Aridane y de gran fuerza expresiva. Para la ermita del Señor de la Caída, erigida como reparación piadosa por la afrenta hecha por una demente al viejo Nazareno de Santo Domingo, esculpió un colosal crucificado, de doscientos veinte centímetros de altura y con más pasión que cuidado anatómico. Fue encargado por el teniente coronel Nicolás Massieu y Salgado, patrono del oratorio sobre el que escribió una relación sobre el escatológico suceso y su fundación penitencial. La imponente escultura fue utilizada en la solemne ceremonia del Sermón de las Siete Palabras -o de las Tres Horas, porque se celebraba entre las quince y las dieciocho- y durante su factura, el artista tuvo ciertos problemas con la Inquisición en 1783 por blasfemar ante las contrariedades que presentaba la tarea. Para aquel antiguo rito se contaba con oradores elocuentes, expresamente invitados por el párroco o cuidadosamente elegidos entre el clero de la isla. (Recordamos con especial admiración a José Arvelo, capellán de la Prisión y el Hospital de Dolores, profesor del Instituto, raudo en las misas y profundo y brillante en el púlpito; y a Clemente Pérez González, regresado recientemente de Venezuela donde desarrolló una espléndida labor pastoral, que unía a la inteligencia y fluidez de la oratoria, una voz rotunda amplificada en las tres naves del templo).

Hoy es Viernes Santo y, hasta el Santo Entierro, se sucederán los ritos y procesiones. En la Plaza de España y en la Calle Real, en la ciudad que como ente vivo tiene memoria, quedarán los ecos de la palabra sonora y el recuerdo de las bromas que la Archicofradía de la Mueca gastaba a los foráneos despistados, mediante comunicados solemnes y entregados con el hermetismo de las sociedades secretas, donde les pedían hacer cosas extravagantes. Era acaso una broma tradicional para aliviar el rigor que, en esa semana, se apodera del corazón urbano.