domingo cristiano > Carmelo J. Pérez Hernández

Revisar y repensar la Iglesia > Carmelo J. Pérez Hernández

Hay momentos en los que, en algo parecido a un ataque de simplicidad, contemplo esta amada Iglesia mía y nuestra y me cuesta reconocer en ella el rostro de la que nació para dar cobijo a los hombres al amparo del resucitado. Dicho queda.

Ahora, los matices. Ni de lejos quiero decir que dude de que esta amada Iglesia mía y nuestra no sea aquella misma que parió nuestro Señor. Semejantes devaneos con el absurdo se los dejo a los provocadores y a los irresponsables.

Yo sólo digo que, al calor provocador -éste sí es provocador de verdad- de la palabra de Dios que hoy proclamamos en misa, me nace una suerte de desconcierto que me arranca la certeza de que es preciso revisarla y repensarla cada día.

“Ningún otro puede salvar que Jesucristo”, proclama con solemnidad Pedro “ante los jefes del pueblo y los senadores”. Esta centralidad del Señor, tan clara en nuestra boca y en nuestros escritos, a veces queda en entredicho a la luz de nuestro día a día. Por lo que hacemos como individuos y lo que perpetramos como comunidad. Por cómo nos conducimos.

Nos sobra prepotencia, sentido de la exclusividad, conciencia de nuestros aciertos. Rebosamos ritos, procedimientos, escalafones, anclajes al pasado, vaciedades varias… A menudo absolutizamos lo accesorio, lo caduco y lo caducado, la forma por encima del fondo, la apariencia por delante del contenido.

¿Me refiero a la Iglesia o a los creyentes? Cada uno elija pensar lo que quiera, y así le ponemos emoción a la cosa. Pero sí, a menudo le cortamos la respiración al mundo por esa incompresible forma que tenemos de aupar al más inepto, por esa incontinencia verbal que nos pierde, por ese absurdo tic más propio del acomplejado y el inseguro que nos impulsa a defendernos aunque no haya ataque, a velar las armas aunque no estemos en guerra. A preparar la respuesta mientras los hablan en lugar de escuchar.

Dejamos sin respiración a un mundo que confía en nosotros para que le hablemos de amor y le ayudemos a creer en el futuro, y le susurremos verdades nuevas y revolucionarias.

Y eso no puede ser. El mensaje que ha heredado la Iglesia de la boca misma de su Señor es la medicina que espera el mundo, a menudo sin saberlo. Vale la pena despojarnos del polvo del camino para aventurarnos por sendas menos inciertas quizá, pero habitadas por Dios.

Nos llamaron para salir al camino, no para convertirnos en un destino. “Ningún otro, sino Jesucristo”, grita hoy la Iglesia con los ojos puestos en el resucitado. Revisarnos y repensarnos, revisar y repensar la Iglesia no nos convierte en insensatos traidores de la verdad, sino en testigos que aceptar el reto de asumir el relevo. Nos han pasado la luz no para conservarla, sino para hacerla crecer y que todos la vean. Y se maravillen. Y encuentren descanso al fin. Me gustan estos arrebatos de simplicidad. Me duelen, porque soy el primero en juzgarme. Pero me gustan. Creo yo que la suma de muchas simplicidades de éstas devolverían al mundo el oxígeno que necesita para sobrevivir al desamparo de no saber por qué gira.

@karmelojph