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Ya es clásico recordar que en los pasillos del Vaticano suele comentarse que para ser cardenal es imprescindible no creer en Dios, con lo cual está uno absolutamente de acuerdo; de tal manera que a partir de tal aseveración resultaría perfectamente comprensible que para ser Papa esa incredulidad debe ser superlativa, porque la grave responsabilidad de su misión terrenal no puede permitirle al sedicente representante de Dios en el Mundo atender restrictivas órdenes celestiales: una carismática misión terrenal que ha impelido al Sumo Pontífice a viajar a Cuba, para entrevistarse con otro dictador, porque -en última instancia-no queda más remedio que reconocer que las afinidades electivas de los gobernantes autócratas (como los dos que aquí nos ocupan) determinan comunes identidades: no parece casual -a este respecto- la simpatía establecida entre Fidel Castro y Fraga Iribarne, aunque en aquel caso primaba la condición gallega de ambos, que los acerca estrechamente por encima de las más siniestras ideologías discrepantes que cualquiera de ellos pudiera sustentar. Todavía quedan rojos de mi generación (las precedentes han ido pereciendo o se han refugiado piadosamente en el altzéimer) que tratan de establecer discriminaciones entre los crímenes americanos de Fidel Castro y los de Augusto Pinochet: tal vez pudiera proponerse tal discriminación desde la perspectiva cuantitativa, pero nunca desde la cualitativa, porque el asesinato injusto -perdonen la redundancia- de una sola persona, descalifica automáticamente la legalidad de su ejecutor: de similar manera (si a balances cuantitativos nos remitiéramos) los indiscutibles crímenes cubanos de Fidel Castro (¿tal vez algunas decenas de miles?) resultarían incomparablemente ridículos frente a los millones y millones perpetrados por la Iglesia Católica; aunque sería injusto no reconocer que ésta dictadura lleva dos mil años asesinando, y aquélla apenas poco más de medio siglo.

En cualquiera de los casos, a uno no puede por menos de resultarle reconfortantemente tranquilizador contemplar este encuentro amistoso -en la cumbre política internacional- entre dos colegas que -en última instancia- pretenden lo mismo: detentar (no ostentar, porque eso se corresponde con el ejercicio democrático) el poder omnímodo sea como sea y caiga quien caiga: con tiara o con barba; porque dice la cultura popular -que es muy sabia- que Dios los cría y ellos se juntan.