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Succino del septentrión

FÁTIMA HERNÁNDEZ * | Santa Cruz de Tenerife

En un instante preciso lo encerró, inmóvil, para siempre. Allí se quedó, esperando que el tiempo -juez y revelador de la verdad- lo volviera a llevar al mundo del que lo habían sacado, tan injustamente. Ocurrió en algún lugar de la gran zona boscosa que se extendía, hace mucho tiempo, desde la costa de Noruega hasta el mar Caspio, en concreto en algún punto del Báltico, pero podía haber sido en cualquier otro enclave donde hubiera formaciones de plantas. Durante siglos, el área había sido una jungla húmeda, llena de coníferas, infestada por todo tipo de alimañas y cuya vegetación rezumaba millones de gotitas de una extraña materia vegetal que, por desgracia, lo había atrapado, incauto, para sumergirlo en un sueño eterno. Los bruscos cambios de temperatura del ambiente, movimientos tectónicos y heladas crearon lagunas y mares interiores y fosilizaron esas masas boscosas, sometiéndolas a presiones que desperdigaron el Oro del Norte, esa trampa del tiempo para numerosos seres vivos que fue la resina denominada ámbar o succino. Lo miré con curiosidad y benevolencia. El pequeño e indefenso insecto se hallaba quieto en mi mano, incrustado en un trozo de sustancia amorfa de tonalidad similar a la del coñac y en cuya composición existen terpenos. Formaba parte de un colgante, igual a los que vendían, durante el Medievo, por sus propiedades protectoras. Lo deposité de nuevo en el puesto del mercadillo y de regreso a casa, acordándome de él, no dejé de pensar qué lo había arropado durante millones de años. El ámbar, considerado gema de origen vegetal, ya desde tiempos muy remotos había sido objeto de deseo por parte de gobernantes, que creían a ciegas en sus numerosas propiedades.

Se dice que hasta el propio Nerón llegó a enviar grupos de soldados romanos con objeto de encontrar -cerca del Báltico- ese material tan preciado, el llamado Oro del Norte. Un material que tiene una distribución muy concreta, ya que en Europa se encuentra especialmente en la zona de Francia, Lituania, Polonia, Alemania, Letonia, Rusia y en épocas recientes hasta en España. En América se halla en México, República Dominicana, Nicaragua y Colombia. No obstante, es en la zona del septentrión europeo donde ha tenido una mayor repercusión. Por eso, cuando el Báltico, lejano y triste, rezumaba desde el lecho marino unas masas o gotas extrañas de color amarillento, los pescadores de la zona las recogían con redes, a sabiendas del interés y precio que pagaban los artesanos, para crear todo tipo de objetos decorativos.

Recordando el colgante lo asocié con la extraña historia de la enigmática Cámara de Ámbar -considerada la octava maravilla del mundo-, realizada en un bellísimo succino de primera calidad, que revestía las paredes y mobiliario de una de las majestuosas estancias del Palacio Catalina, a veinte kilómetros de San Petersburgo. Según relatan Scott-Clarke & Levy (año 2005), en el siglo XVIII durante un viaje de protocolo, el zar Pedro I de Rusia recibió del rey Federico de Prusia dos regalos: un yate llamado Liburnika, que dicen complació mucho al zar, a pesar de hallarse en un estado lamentable -casi se hunde durante su envío-, así como todo el material necesario para construir una Cámara de Ámbar, sabida la pasión del monarca por esta gema. Recordemos que en un viaje de incógnito -bajo el alias de sargento Mijáilov- que había hecho años antes, el zar Pedro quedó admirado por el uso que hacían los curanderos del ámbar, llegando a comprar con pasión uno de los tratados sobre el mismo más importantes de la época, del que era autor P. Jacob Hartmann. Con el tiempo, Catalina, coronada emperatriz de Rusia, decidió restaurar el complejo palaciego de Tsarskoe Selo, donde la Cámara de Ámbar había sido instalada en el Palacio Catalina por su predecesora Isabel, hija del mentado Pedro. Es Catalina la que convierte el Salón en una leyenda para Europa, continente que loaba su belleza, misterio y curiosidad sin parangón. Durante la II Guerra Mundial el ejército alemán desmonta, pieza a pieza, el revestimiento de la estancia, trasladando la Cámara, con gran misterio y sigilo, fuera de Rusia.

Pero… en ruta hacia Kaliningrado su pista se pierde. Desde entonces, nada se ha sabido de esa exquisitez artística de valor incalculable. Dicen que fragmentos de una cómoda fueron hallados en el interior de un anticuario de una ciudad alemana no hace mucho, pero poco se ha concretado respecto a esta información.

En mayo de 2003 se inaugura una réplica de la original, coincidiendo con la celebración del tricentenario de la fundación de San Petersburgo. La fiesta concluyó con una velada, amenizada por Pavarotti y pletórica de fuegos artificiales, velas, fuentes y música, como en el momento de máximo esplendor de la Venecia del Norte. Quizá alguno de los dignatarios invitados reflexionara, en ese instante, sobre las premonitorias palabras del escritor ruso Alexander Pushkin, que tres siglos antes había expresado un deseo, no exento de vaticinio: ¡Oh San Petersburgo!…vendrán a rendirte honores todas las banderas… No, el genial Pushkin, no se equivocó…

*Bióloga del Museo de la Naturaleza y el Hombre del OAMC